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El dilema de la globalización: ¿universalizacion o articulación?
Las relaciones exteriores del Perú en el umbral del milenio
Fernando de Trazegnies Granda
Conferencia pronunciada en el CEPEI 26 Nov 1999.
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I. INTRODUCCION.
Quiero, ante todo, agradecer al Centro Peruano de Estudios Internacionales (CEPEI) por darme la oportunidad de clausurar, éste su XIV Simposio Internacional. Como miembro fundador de este importante centro de reflexión, de alguna manera me considero en casa; pero, al mismo tiempo, dado que estoy actualmente en otra posición y no soy partícipe de los méritos de CEPEI, creo que tengo la libertad y la independencia suficiente para decir lo que pienso respecto de esta institución, que es uno de los escasos espacios nacionales en los que se discute sobre temas internacionales con profundidad y seriedad. Por eso, séame permitido, en primer lugar, elogiar públicamente la importante función que cumple el CEPEI como el principal foro de debate de la política exterior peruana durante más de diez años consecutivos.
Ahora bien, CEPEI es una institución académica; y yo personalmente me siento fundamentalmente un académico. Por ese motivo, quisiera hoy reunirme con ustedes a reflexionar, como tantas veces lo he hecho antes en CEPEI, desde un punto de vista estrictamente teórico, olvidándome totalmente -y pidiéndoles a ustedes que se olviden también- del cargo público que temporalmente ocupo. Por ese motivo, mis palabras me comprometen solamente a mí como persona y no involucran una toma de posición del Estado peruano.
Me ha pedido que hable de las relaciones internacionales del Perú en el umbral del milenio. Debo confesar que a mí términos como "milenio" me estremecen. Siendo seres humanos que no vivimos más de 80 o 100 años (con mucha suerte), ¿cómo podemos hablar de milenios? Para entender lo que es un milenio, miremos hacia atrás. Hace mil años, quien determinaba las relaciones internacionales era Carlomagno. Y desde entonces, ¡han pasado tantas cosas! El feudalismo, la Baja Edad Media, el Descubrimiento de América, las luchas religiosas en Europa, la formación de los Estados modernos, los Virreinatos españoles, la Revolución Francesa, la Independencia de los países de América, el desarrollo prodigioso de la ciencia y de la tecnología, el surgimiento del socialismo, la guerra fría, la caída del muro de Berlín; en fin, tantas cosas, que no pudieron haber sido previstas por Carlomagno. ¿Podemos imaginar acaso a Carlomagno hablando por un teléfono celular cifrado con sus generales? Entonces, ¿cómo podemos hablar del próximo milenio, cuando no tenemos idea de lo que puede ocurrir dentro de 50 años ni dentro de 100 años y, menos aún, dentro de mil años?
Tampoco creo en la magia de las fechas: el 31 de Diciembre de 1999 es para mí un día tan común como el 3 de Septiembre de 1935; y la idea de cambiar del S. XX al S. XXI (lo que no sucederá el próximo 31 de Diciembre sino ese mismo día del año 2000), tampoco me dice nada. Sin embargo, más allá de esas frivolidades cronológicas, no cabe duda de que hoy nos encontramos dentro de un proceso que ha comenzado hace algún tiempo, que durará posiblemente varios decenios y que está transformando las relaciones internacionales en tal forma que puede conducirnos a destinos diferentes en los próximos lustros, según las opciones que adoptemos. No cabe duda de que estamos en un momento de reflexión y de cambio en la concepción que la humanidad tiene de sí misma; y esto conlleva ciertamente un cambio en las relaciones internacionales.
II. LA GLOBALIZACION.
El mundo en el que nos ha tocado vivir no es estático sino que está atravesando un profundo cambio. No necesitamos ser muy viejos para comprobar la diferencia entre el mundo de nuestra infancia y el de hoy. Para muchos de nosotros, cuando éramos niños la televisión no existía, los viajes al extranjero eran una aventura, lo que sucedía en otros continentes e incluso en otros países nos tenía a la mayor parte sin cuidado (y además, nos enterábamos mucho después de que hubiera sucedido), el teléfono de larga distancia internacional era una cosa prohibida por los costos, las distancias geográficas resultaban tecnológicamente o económicamente muy difíciles de franquear y, en general, la vida se desarrollaba a un nivel parroquial y a un ritmo de cámara lenta.
Hoy en día, todo ha cambiado. El teléfono, el fax, el satélite de comunicaciones, la televisión por cable, el Internet, nos mantienen comunicados al instante con cualquier parte del mundo. Cada hecho es vivido prácticamente en forma simultánea en todos las latitudes gracias a la televisión. Nadie puede sentirse autosuficiente porque cada aspecto de nuestra vida depende de numerosas otras personas y países. Si hacemos un simple ejercicio, podemos comprobar esta interdependencia que es la esencia del mundo moderno. Pensemos en cualquier cosa a la que recurrimos todos los días, por ejemplo, el periódico. Para que cada mañana podamos leer el periódico ha sido necesario primero que en los bosques de Finlandia, ciertas personas hayan cortado árboles y luego los hayan transformado en papel. Probablemente las motosierras que emplearon fueron alemanas. Ese papel tuvo que ser transportado al Perú en barcos que pueden ser, digamos, de nacionalidad belga o italiana. Al llegar aquí, fueron procesados por máquinas de imprenta norteamericanas. Pero estas máquinas a su vez fueron construidas con hierro de minas ubicadas Dios sabe dónde. Ahora bien, las informaciones que se escriben en ese periódico provienen de satélites norteamericanos que a su vez captan estaciones de televisión en Chechenia. Y así sucesivamente. Los invito a hacer este mismo ejercicio con cualquier cosa que tengan delante (el fin de semana puede ser un momento adecuado para ello) y verán que, en este mundo extraño en el que vivimos, cada objeto es un aleph borgiano, es decir, cada objeto es una perspectiva que nos abre todas las perspectivas, una cosa que nos muestra todas las cosas.
Si queremos decir esto con una sola palabra hoy de moda, puede afirmarse que vivimos en un mundo globalizado. Para mí, el gran cambio ha sido producido por las innovaciones en dos campos fundamentales: el de las computadoras y el de las tecnologías de comunicación.
Las computadoras son un invento que no es como los otros. En general, los inventos han sido prolongaciones del cuerpo humano: el serrucho o el martillo son formas de ampliar las posibilidades de la mano y de hacerla capaz de realizar funciones que por sí misma ella no podría; la rueda -y todos los tipos de vehículos que se derivan de ella- son prolongaciones de nuestras piernas, pues nos permiten desplazarnos más allá de los que hubiéramos podido en forma natural. El largavistas es una prolongación de nuestros ojos; y no solamente la megafonía sino también la radio es una prolongación de nuestros oídos y de nuestra boca. Pero la computadora es especial porque es una prolongación del cerebro. La mano, las piernas, los ojos, los oídos, son partes del cuerpo humano que actúan como instrumentos del cerebro; pero la computadora amplifica las posibilidades del cerebro mismo. Así la computadora ofrece posibilidades de procesar cantidades antes inimaginables de datos, hacer cálculos que durarían años, manejar situaciones complejas; y todo ello hace que la computadora no sea simplemente un mero instrumento sino incluso una ayuda para inventar nuevos instrumentos. De esta forma, la computadora potencia el cerebro y le permite rediseñar el mundo.
De otro lado, la tecnología de comunicaciones ha eliminado las distancias físicas y ha incrementado el conocimiento recíproco. Ya no es posible vivir aislado porque todo lo que hagamos se sabe inmediatamente en las antípodas; y porque todo lo que pase en el exterior lo conocemos prácticamente al instante. Por consiguiente, cada cosa, cada situación, cada decisión de una persona, de un país o de una región, repercute sobre todas las demás personas, países o regiones. Y esto es lo que llamamos globalización: parafraseando al griego de los tiempos clásicos dentro de un contexto totalmente diferente, cualquier hombre moderno puede afirmar: "nada de lo humano me es ajeno", porque todo tiene repercusión en la vida de todos. Marchall McLuhan tuvo la genialidad de imaginar tempranamente este proceso y anunció antes que nadie la instauración de la "aldea global", es decir, de un mundo generalizado pero con tantas comunicaciones que parecería una aldea.
He citado en otras oportunidades cifras de Mike Moore, que me voy a permitir repetirlas porque me parece que muestran claramente este proceso de globalización al que me estoy refiriendo. Es muy significativo, por ejemplo, de que casi el 50% de la inversión en los Estados Unidos se destine a mejorar la tecnología de comunicación en las empresas1. Pero, ¿nos hemos dado cuenta de que cada hora se crean 65,000 nuevas páginas en Internet? Hay 320 millones de páginas Web en este momento; en diez años se calcula que habrán 300 mil millones. Cuando apareció la radio, demoró 38 años para darle acceso a 50 millones de personas. La televisión alcanzó ese número de espectadores en sólo 13 años. El Internet ha cruzado esa línea en 4 años; y se calcula que en el año 2005 -que es mañana- el Internet tendrá mil millones de usuarios, es decir, la sexta parte de la población mundial. La venta de computadoras ya superó largamente a la venta de automóviles: en 1995 se vendieron en el mundo 35 millones de autos; sin embargo, durante el mismo año se vendieron 50 millones de computadoras. Notemos que no solamente se ha producido un progreso tecnológico sino que también el acceso económico a la nueva tecnología se ha facilitado enormemente. En 1930, una llamada Nueva York-Londres (a dólares de 1995) costaba US $300 por tres minutos; hoy en día ha bajado a un dólar2.
Este progreso tecnológico -y la consiguiente secuela de cambios sociales- no se puede detener. En 1903, la compañía de automóviles Mercedes pensaba que el límite de autos que podían fabricarse en el mundo era de un millón, porque había a lo sumo un millón de personas que podían ser entrenadas para manejar auto3. No cabe duda de que estaba profundamente equivocada. Un comité del parlamento británico sostuvo que la lámpara de luz inventada por Edison, la bombilla sin la cual hoy no sabríamos vivir, era un artefacto exótico bueno para los norteamericanos que son muy noveleros, pero que no tenía ningún interés práctico4. Muchas veces, ni siquiera el propio inventor es capaz de avizorar las consecuencias de su invento: Edison pensó que el fonógrafo tendría fundamentalmente por objeto registrar los testamentos de la gente y no se le ocurrió el desarrollo enorme que este invento tendría para la entronización de la música como parte natural de nuestras vidas.
Pero, a pesar de las dificultades de predecir el futuro, basta con mirar alrededor nuestro para comprobar que todo lo dicho nos lleva a pensar que el mundo se está globalizando a pasos agigantados, es decir, se vuelve cada vez más interconectado, cada vez más todos dependemos de todos, cada vez más -como vaticinó McLuhan- vivimos con tanta información unos sobre otros como si estuviéramos en una aldea; pero ahora esa aldea es el mundo entero.
Frente a una tendencia de esta naturaleza, los hombres y las naciones debemos tomar posición. Obviamente, sería tonto intentar desconocer esa globalización para refugiarnos en espacios pretendidamente auto-suficientes, llámense Estado nacional, cultura local, espíritu provincial o cualquier otro semejante. No se puede negar la evidencia; de modo que cerrar los ojos frente a la globalización es simplemente ocultar la cabeza en la arena como el avestruz, dejando todo nuestro cuerpo vulnerable a los dramáticos cambios que están sucediendo en la forma de vivir. El dilema no está en aceptar o no aceptar la globalización sino en la forma como nos globalizaremos.
Desde el punto de vista de las relaciones internacionales, el Perú se ha venido preparando para la globalización. Es así como debemos entender la solución de las controversias seculares que se tuvieron con Ecuador y con Chile. Como dijo alguna vez Carlos García Bedoya, nuestra política internacional estaba gravada con unas hipotecas constituidas en el siglo anterior. Al liberarnos de ellas, podemos pasar al S. XXI sin las trabas heredadas del S. XIX. En realidad, tanto el Perú como Ecuador y Chile han comprendido que no podemos entrar a un mundo globalizado con reclamos, resentimientos, desconfianzas y fricciones, que pertenecen a un mundo todavía tajantemente dividido en Estados nacionales. Esos rezagos de una organización internacional diferente y más dividida en compartimentos estancos, constituían una rémora que impedía participar con ventaja en el juego de la globalización. La solución de esos conflictos permite no solamente liberar recursos y energías para dedicarse a pensar la forma como vamos a globalizarnos sino también facilita los acuerdos regionales que pueden hacer que la globalización sea menos riesgosa y más productiva para los países que recién estamos comenzando participar de la vida industrial.
III. PARADIGMAS DE GLOBALIZACION.
Establecido el hecho de que nos encaminamos a una globalización, el problema consiste en definir qué tipo de globalización queremos. Este proceso puede darse de múltiples formas y con diferentes objetivos. En consecuencia, no basta con aceptar la globalización sino que debemos definir también cómo, en qué condiciones, nos insertaremos en la globalización.
Sin entrar en un análisis muy detallado, podríamos decir que la globalización puede ser concebida desde dos perspectivas. De un lado, puede pretenderse alcanzar una civilización universal, en la que la humanidad toda -algún día- forme parte de una misma manera de pensar, constituya una sola sociedad e incluso tenga un solo gobierno. De otro lado, puede pensarse que no es realista ni tampoco es bueno imaginar una sociedad homogénea y total sino que las diferencias existirán siempre e incluso es conveniente que existan. Desde este último punto de vista, la meta no puede ser una civilización universal -ni menos un gobierno común- sino, más bien, una articulación de las diferencias. Dicho resumidamente, mientras que en el primer caso, la globalización está en la homogeneización, en el segundo caso está en la articulación.
Estas dos perspectivas dan lugar a consecuencias muy diferentes en las relaciones internacionales y obligan a estrategias nacionales muy distintas.
1. La civilización universal.
La idea de la civilización universal surge fundamentalmente con el advenimiento de la modernidad: frente a la particularización del mundo político medieval, aparece primero la idea de los Estados nacionales que unifican las comarcas y territorios menores; más tarde, esa tendencia lleva a imaginar una unificación de los Estados hasta crear una suerte de Gobierno mundial, regido por ciertos principios comunes básicos.
Es posible advertir en esa pretensión una cierta añoranza de la idea de Cristiandad, con una autoridad moral -y en el futuro incluso política- superior a los Estados, construida usualmente sobre la base de una visión dogmática (y algo simplista) de la democracia, de los derechos humanos y de las ventajas de la tecnología. Es una Cristiandad laica, bastante más institucionalizada, pero con el mismo peligro de dogmatismo: en vez de los valores cristianos tradicionales, se predican los principios políticos que han predominado en el mundo occidental en los últimos tres siglos.
De esta manera, la propuesta conlleva la adopción universal de un solo conjunto de principios, de un solo credo: la modernidad. Y no cabe duda de que la modernidad ha aportado grandes bienes a la humanidad que ya constituyen un tesoro inalienable del ser humano, que no puede ser despilfarrado: la libertad, ante todo, pero también la democracia, los derechos humanos, la aspiración al bienestar generalizado, la idea de justicia social
El problema es que esta concepción de la sociedad que aporta la modernidad, constituye en sí misma una paradoja, que puede resumirse en la idea de que "tenemos la obligación de ser libres". Estamos ante una paradoja porque la libertad parece significar que podemos escoger libremente lo que parezca mejor a nuestros intereses y valores; pero la modernidad nos dice: "en nombre de la libertad, ustedes sólo pueden escoger la libertad". Hay, por tanto, simultáneamente una capacidad de elegir y una restricción a esa capacidad de elegir.
Las cosas se complican bastante más cuando nos toca describir operativamente lo que entendemos por los conceptos básicos de la modernidad. ¿Qué es la libertad, hasta donde alcanza? ¿Qué es la democracia? ¿Qué son los derechos humanos? Dentro de los términos de la paradoja antes mencionada, la modernidad nos lleva a que los diferentes significados que tiene todo concepto tiendan a ser interpretados en una sola forma, de modo que una de esas interpretaciones se convierte en verdadera y las otras en falsas. En la práctica, esa preferencia por una interpretación determinada que excluye a las otras posibles, está fundamentada más en la fuerza que en la razón: la razón nos abre diversas posibilidades y no logra escoger una entre las varias posibilidades. Es, entonces, la interpretación del más fuerte la que prevalece, entendiéndose como más fuerte aquel que logra convencer a la mayoría o que simplemente aquel que -por diversas razones- tiene más capacidad de decisión, de manera que puede influir sobre los otros. Y en esa forma, la libertad que era por naturaleza explosión de diferencias, originalidad y discrepancia, se convierte en una forma normalizada de organización en la que ciertas cosas son políticamente correctas y otras tienen que ser rechazadas y perseguidas porque no corresponden a la interpretación prevaleciente. Y es así como la interpretación más influyente logra imponerse sobre quienes discrepen de ella o sobre quienes tengan tradiciones diferentes (y, por tanto, interpretaciones diferentes). De esta manera se busca homogeneizar el mundo -paradójicamente- en nombre de la libertad y de la democracia. La paradoja adquiere así una connotación culturalmente imperialista.
2. La articulación de diferencias.
Una posición enteramente diferente es la que sostiene que la globalización no consiste en una uniformización del pensamiento ni siquiera a nombre de la libertad y de la democracia; no consiste en la desaparición de las particularidades inmoladas en el altar de la civilización universal, sino en una articulación respetuosa de las diferencias que son precisamente expresiones de la libertad.
Frente a la modernidad que se identifica cada vez más con las formas de vida del Occidente y que pretende modelar todas las sociedades, surge una reacción post-modernista que intenta una globalización que respete las identidades culturales propias de cada civilización, que permita que cada grupo cultural jurídicamente organizado como Estado entienda a su manera la libertad y la democracia. El post-modernismo se funda sobre un cierto escepticismo frente a los dogmas y a las verdades incuestionables; se erige sobre una duda inquietante frente a todo aquello que pretenda tener valor de verdad universal. En otras palabras, el post-modernismo admite que pueden haber diferentes formas de entender la democracia, que ejerciendo la libertad se pueden construir sociedades diferentes, que una sociedad puede ser definida como libre de maneras distintas.
El post-modernismo rechaza toda teoría del hombre y de la sociedad que ahogue la creatividad del individuo, que considere heréticas a las diferencias, que condene todo apartamiento de los estilos de vida y de organización política occidentales. Esto no significa que no exista orden global alguno sino simplemente que ese orden no puede estar constituido por un molde occidental en el que se pretende fundir toda la diversidad de las diferentes tradiciones culturales hasta convertir tales diferencias en meros aspectos anecdóticos que son rebasados por ciertos acuerdos estructurales de la sociedad universal. El orden global no puede ser impuesto por una sola forma de entender la libertad y la democracia sino por un articulación libre de las diferentes maneras de entender la libertad, la democracia y muchas cosas más.
III. LAS RELACIONES INTERNACIONALES DEL FUTURO.
1. Líneas posibles de acción.
No cabe duda de que las diferencias entre estas dos perspectivas de la globalización marcan a su vez caminos muy diferentes a las relaciones internacionales.
Si partimos de la posibilidad de una civilización universal, entonces la actitud coherente en el plano internacional será desarrollar una actividad misionera de difusión y propaganda de los valores y formas que constituyen la base de esa pretendida civilización universal. Los países llamados desarrollados -que en este caso son los que se encuentran más identificados con el ideal universal- pretenderán persuadir por todas las formas posibles a los países diferentes para que se adapten a esa manera de ser occidental que ha sido transformada en valor absoluto e incuestionable.
De otro lado, la actitud misionera va siempre ligada de una forma u otra a una actitud inquisidora y anatemizante. Cuando se cree tener la verdad, la única verdad posible, no solamente se quiere persuadir con ella sino que naturalmente surge una crítica a quienes no piensen de la misma forma. Por tanto, la tarea de homogeneización se cumple tanto a través de la promoción de los valores aceptables como de la censura de los valores y formas sociales considerados no aceptables. Incluso la solidaridad se vuelve agresiva porque se la condiciona a la adhesión a los dogmas: la cooperación internacional tiende a transformarse en ayudas condicionadas a la aceptación de las interpretaciones de ciertos valores, acompañadas de condenas a los Estados que tienen una interpretación diferente de los hechos y de las ideas que pueden llegar hasta las represalias económicas o de otro orden contra quienes se aparten del camino oficial establecido que conduce hipotéticamente a esa civilización universal.
Adicionalmente, la tendencia a llegar a una civilización universal puede llevar a caer en la tentación de la guerra santa para imponer esos valores pretendidamente universales e inobjetables, como sucedió con los Estados católicos cuando apareció el protestantismo, como ha sucedido también en varios momentos de la historia del mundo musulmán, como sucedió la doctrina de la revolución mundial del comunismo, y en muchas otras oportunidades. En el fondo, la guerra santa -sea material o ideológica- es una forma patológica del monoteísmo que tiende a extirpar todo lo que considera idolatrías y a condenar a los idólatras.
La aplicación "monoteísta" de lo políticamente correcto puede conducir incluso a la democracia a la guerra santa política. En el fondo, esta patología es una expresión de soberbia ya que implica considerar que se tiene la verdad absoluta y desde esa falsa altura se pronuncian juicios incontrovertibles sobre las diferentes manifestaciones que constituyen el mundo. Esa actitud olvida que sólo Dios tiene el conocimiento absoluto, que el hombre siempre percibe el mundo desde una perspectiva y que, por tanto, como lo sostiene el verdadero espíritu democrático, la tolerancia es fundamental para comparar perspectivas y poder así, entre todos, obtener un conocimiento más pleno de las cosas. Lo "politicamente correcto" es una nueva forma de idolatría, porque quien juzga con esos criterios pretende colocarse en la posición de Dios que conoce las cosas en modo absoluto, ignorando que el hombre sólo puede tener un conocimiento relativo y que, por tanto, debemos ser respetuosos de los puntos de vista de los demás aunque discrepemos de ellos.
Si, en cambio, asumimos la tesis de que no es posible ni conveniente pretender que la humanidad se organice como una civilización única sino buscar más bien una articulación de las diferencias, entonces las relaciones internacionales tienen un objetivo totalmente diferente.
En ese caso, la actuación internacional no pretende catequizar ni censurar ni sancionar, porque no trata de imponer una idea política. Su objetivo -más modestamente- es mantener siempre un nivel de comunicación entre las diferentes civilizaciones, sin que éstas abandonen sus identidades políticas y culturales, sus peculiaridades propias. La preocupación de los agentes internacionales no será entonces convencer para uniformizar sino conservar los canales de comunicación siempre abiertos a pesar de las diferencias incluso radicales que puedan existir entre las diferentes sociedades y entre las formas políticas que asumen. Desde este punto de vista, es preciso cultivar relaciones internacionales lo más cordiales posibles incluso con quienes tienen posiciones que repugnamos, incluso con quienes violan lo que nosotros consideramos importante, incluso con nuestros enemigos. Porque el plano internacional está constituido por un equilibrio inestable que es agitado por intereses y por temores; y lo único que puede apartarlo de la catástrofe es la posibilidad de diálogo, es la tolerancia recíproca, es el deseo de colaborar sin obligar al otro a que sea como nosotros.
Si no pretendemos establecer una civilización universal, entonces no hay tampoco un credo común que imponer; no hay que pretender llegar a un gobierno unificado de toda la humanidad sino solamente a una coordinación eficiente de todos los gobiernos distintos que conforman el mosaico internacional del género humano. La idea del Imperio universal es rechazada por esta perspectiva como un mito etnocéntrico. Consecuentemente, Occidente constituye una civilización extraordinaria pero no la única ni necesariamente la mejor ni, mucho menos, la que debe ser impuesta sobre todos los demás hombres.
La Historia de la humanidad da cuenta del persistente y siempre frustrado intento de constituir una sociedad universal: cada vez que una determinada sociedad se erige como polo único y pretende haber alcanzado un valor universal, aparecen otras sociedades que cuestionan esa posición y se establecen como polos competitivos. En esta forma, se crea una dialéctica que hace avanzar el mundo gracias a la tensión entre la civilización que pretende conquistar el mundo y otras civilizaciones que surgen como opositoras a ese proyecto. Esta tensión se resuelve provisionalmente sea porque las civilizaciones se fusionan y se integran a pesar de sus diferencias, sea porque las competencias y conflictos entre ellas acentúan las particularidades y de esta manera hacen desarrollar aspectos que de otra forma habrían permanecido estancados. Pero la dialéctica continúa; y una y otra vez aparecen polos contestatarios que ponen en cuestión todo intento de predominio absoluto. Contra la tesis planteada por Fukuyama, no creo en el fin de la historia; porque el fin de la historia sería el fin de la dialéctica y ello significaría el fin de la libertad creadora, es decir, el fin de la vida. Si pensamos que mientras hay vida hay libertad y que mientras hay libertad habrá cuestionamiento, habrá agitación, habrá lucha entre poderes, entonces el mundo de la modernidad no constituye el fin de la historia.
Repasemos rápidamente esta dialéctica en la historia del mundo occidental.
Europa antigua tuvo su apogeo en la Grecia clásica. Cuando todavía en Europa occidental se vivía en un estado primitivo, Grecia desarrolla una cultura y un civismo que hasta hoy nos asombran y que marcan a los pueblos de la época dando la impresión de que se está gestando una cultura universal. Sin embargo, ese elemento unificador encuentra frente a sí otro polo de desarrollo cultural totalmente diferente y que está constituido por el Imperio persa con el cual entra en conflicto.
Mas tarde, la contestación al predominio griego va a surgir en la propia Europa con la aparición de los latinos. Estos van a conquistar a Grecia políticamente pero, en el fondo, es Grecia quien los conquista culturalmente. El mundo romano adquiere rápidamente una influencia civilizadora notable. La Pax romana, impuesta con las legiones, conlleva también la difusión de la nueva cultura que se pretende universal. Pero nuevamente, pronto surge también una contestación al poder latino dentro de la misma Europa: los bárbaros germánicos discuten y ponen en cuestión ese poder. Después de varios siglos de conflictos, los germanos se integran dentro del mundo romano. Pero ello no significa el triunfo de los latinos y la desaparición de los germanos sino casi diría que sucede lo contrario: el Imperio romano se transforma y asume en adelante caracteres más bien germánicos.
Y luego, confirmando esa ley histórica de cuestionamiento permanente de toda pretensión de universalidad, el colosal mundo romano se divide en Imperio de Occidente e Imperio de Oriente, creándose así nuevamente dos polos que interaccionan dramáticamente: Justiniano, desde el Oriente, va todavía a hacer el esfuerzo de volver a unificar el Imperio y restablecer la universalidad; pero ello no es sino una ilusión porque el acento (efímero) esta vez no será latino ni germánico sino bizantino, es decir, griego.
El Imperio de Occidente, por su parte, se desintegra al comienzo de la Edad Media en múltiples pequeñas esferas de poder en continua efervescencia. Sin embargo, Carlomagno va a dar impulso una vez más a la tendencia unificadora, constituyendo un nuevo poder con pretensiones universales sobre la base de una alianza cristiano-germano-romana que forma el núcleo de la sociedad política de la época. Pero entonces aparecerá una contestación -el Islam- que reivindica la particularidad por la vía paradójica de afirmar otra civilización también pretendidamente universal.
Podemos seguir analizando desde esta perspectiva la historia universal. Y encontraremos una y otra vez la misma dialéctica entre la unidad y la multiplicidad, entre la pretensión de homogeneización universal y la afirmación de las identidades particulares. La división de la Cristiandad entre el mundo católico y el mundo protestante en el S. XV, la formación de los Estados modernos basados en la soberanía nacional, la propuesta de la modernidad occidental de constituirse en el modelo de la vida en sociedad y en el paradigma de la civilización del progreso y del futuro, la pretensión de Rusia de constituirse en la nueva Roma heredera de la tradición imperial pero distinta de Occidente, la guerra fría, la destrucción del Imperio comunista, el resurgimiento del Islam, el despertar de China y su integración dentro de la escena internacional, son todas manifestaciones de este conflicto interminable entre las pretensiones de universalización de la civilización y la tendencia a la diversificación de la civilizaciones.
2. La gran opción.
La primera pregunta que debemos contestar, entonces, para definir las relaciones internacionales del Perú en el próximo siglo es por cuál de estas dos líneas de acción vamos a optar. Y mi respuesta personal es que debemos optar por la segunda.
Las sociedades no deben pretender disolver sus identidades particulares para convertirse simplemente en sociedades "modernas", vale decir, occidentalizadas. Por el contrario, sin perjuicio de crear las condiciones para el progreso, las sociedades deben fortalecer sus diferencias, esto es, sus características nacionales y regionales. Mientras que la modernidad termina traicionando los ideales liberales al imponer una única forma de vida bajo el argumento de que ésa es la forma liberal, la postmodernidad recupera plenamente la libertad, permite que personas y naciones decidan razonablemente la forma como quieren vivir mientras no hagan daño a los demás. De esta forma, los Estados pueden adoptar la cultura y las formas políticas y societarias que ellos mismos escojan y resolver a su manera sus problemas internos, sin verse censurados ni sancionados por los otros Estados.
Desde esa segunda línea de acción, el objeto de las relaciones internacionales no es promover un mundo paradisíaco sino evitar un infierno: lo fundamental no es obligar a los demás a que piensen como nosotros sino conservar abierta y cultivar la comunicación aun con los que piensan de manera radicalmente diferente a la nuestra. Las relaciones internacionales no pretenden establecer filtros selectivos de comunicación a fin de sancionar y excluir a los Gobiernos que tengan ideas políticas, culturales o religiosas distintas, no quieren obligar a que todos piensen y actúen de la misma forma; por el contrario, intentan tender puentes entre la diversidad, quieren seguir comunicándose y seguir coordinando a los países a pesar de que puedan hacer cosas que nos parecen condenables desde nuestro punto de vista.
En ese sentido, es preciso rechazar la tesis de que sólo será posible una organización internacional plena de la humanidad cuando exista un Estado universal, ya que es la única forma de garantizar la suficiente coerción para apoyar el Derecho Internacional.
El Derecho Internacional no se basa en un poder universal constituido en una suerte de super-Estado sino en el consenso sobre condiciones mínimas para la convivencia. Estas condiciones se refieren a las relaciones entre los Estados y no a la forma como cada Estado afronta sus problemas internos. Muchas veces he escuchado repetir esa frase trillada que sostiene que el Derecho Internacional es imperfecto porque no tiene una fuerza coercitiva central que lo respalde. Esta opinión es, a mi juicio, sólo una expresión más de ese anhelo simplista y a mi juicio vano de tener algún día un Gobierno universal: mientras eso no sucede, se sigue menospreciando el Derecho Internacional.
Personalmente, discrepo en forma categórica de esa concepción. El Derecho no se basa en la coerción sino en la convicción común; la coerción no es sino un elemento auxiliar y excepcional: la mayor parte de las relaciones jurídicas en el plano nacional y en el plano internacional se cumplen sin necesidad de que sean impuestas por la fuerza. Los valores y las actitudes internalizados, así como el peso de los razonamientos, pueden ser tan efectivos -y en algunos casos más efectivos- que la coerción física. Hay una sobrevaloración del papel que juega la coerción dentro del Derecho. Y ello se debe a que la coerción es la punta del iceberg del Derecho, es la parte más pequeña pero más visible; sin embargo, el tejido de relaciones jurídicas que organiza las vidas de las personas y las conductas de los Estados funciona en su mayor parte por sí solo, discretamente, sin necesidad de muchos aspavientos, en todos los actos cotidianos.
3. Consecuencias prácticas.
¿Qué significa todo esto en el plano práctico?
La renuncia a la utopía de la civilización universal supone, en primer lugar, aceptar que vivimos en un mundo que tiene y que siempre tendrá una diversidad de civilizaciones, que tiene y tendrá discrepancias y que, por consiguiente, el principio de no intervención es fundamental para garantizar las diferencias.
Esto significa también que debemos aceptar que vivimos en un mundo multipolar y que eso nos lleva a cultivar nuestras relaciones con todos los países y con todas las formas de civilización, independientemente de que nos gusten o no.
Por otra parte, significa que la globalización no puede consistir en sumarse como una gota de agua al gran océano en el que toda individualidad desaparece o se vuelve meramente anecdótica. La globalización debe ser un proceso estructurado en el que participan los diferentes polos y donde los países buscan agruparse previamente por afinidades que les den mejores posibilidades de participación dentro del todo. En ese sentido, es fundamental consolidar y fortalecer los bloques regionales. Esto, en el caso del Perú, significa estrechar los lazos con los países vecinos, con quienes tenemos tantos elementos culturales similares y tantos aspectos de interés común. Dentro de este orden de ideas, el Perú debe darle la mayor importancia a su relación con la Comunidad Andina y luego extender esas relaciones a toda América del Sur y finalmente a toda América Latina.
Pero no basta la asociación regional. Si admitimos que vivimos en un mundo multipolar, se hace indispensable que como país y que como región, consolidemos y fortalezcamos también las relaciones con todos los polos de influencia mundial a fin de lograr un sano equilibrio, mejorando cada vez más nuestra comunicación con cada uno de estos polos y, al mismo tiempo, conservando nuestra independencia frente a cada uno de ellos en particular. Es así como el Perú debe incrementar y profundizar en todos los planos sus relaciones tradicionales con los Estados Unidos y con la Unión Europea, pero también abrirse hacia la región Asia-Pacífico y, en general, buscar un acercamiento con todos los países del mundo.
* * *
Para concluir, pienso que deberíamos reflexionar sobre una afirmación de Samuel Huntington que contiene una carga conceptual que puede ser devastadora respecto de muchas ideas pre-establecidas. Huntington hace una diferencia interesante entre el sistema internacional y la sociedad internacional. Y nos dice que el mundo de hoy es un sistema internacional muy bien desarrollado, pero es una sociedad internacional muy primitiva5.
Quizá el camino del futuro consista en aceptar esa realidad y vivir de acuerdo a ella: en vez de buscar una sociedad internacional debemos perfeccionar el sistema internacional que permite vivir en paz y cooperar para el progreso a las diferentes sociedades que el hombre ha formado sobre la tierra, tratando de colocar al Perú en la mejor posición dentro de tal sistema.
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1Mike Moore: A brief history of future. Citizenship of the Millenium. Shoal Bay Press. Nueva Zelandia, 1998, p. 20. Las cifras que se indican a continuación son tomadas de la misma fuente, pp. 20 et passim.
2Mike Moore: Op. cit. p. 46.
3Mike Moore: Op. cit. p. 22.
4Loc. cit.
5Samuel P. Huntington: The Clash of Civilizations. Remaking of World Order. Touchstone. U.S.A., 1997, p. 54.
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