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FRANCISCO FÉLIX MONTIEL
LA INVENCIÓN DE LA DEMOCRACIA
Lima, 2000
C O N T E N I D O
INTRODUCCIÓN
1
LA DEMOCRACIA AUTÉNTICA
EL VIEJO SISTEMA /15
ADMINISTRACIÓN INTEGRAL /23
EL ESTADO SERVICIO /31
SOCIEDAD Y PARTICIPACIÓN /40
EL VOTO FUNCIONAL /47
LAS PROFESIONES ADMINISTRATIVAS /55
LA ARTICULACIÓN DEL ESTADO /60
2
PROMESA DE LA NUEVA DEMOCRACIA
SOLIDARISMO /73
LOS SERVICIOS SOCIALES /79
LA DIGNIDAD DEL TRABAJO /87
UN SOLO MUNDO /98
INTRODUCCIÓN
«Una confianza sin cesar acrecida y cada vez más
razonada en las posibilidades de esta idea nueva
que es para nuestro tiempo la democracia, apenas
entrevista por nuestros predecesores y que nosotros
tenemos la oportunidad histórica de ahora poderla
elevar a un nuevo nivel de realizaciones.»
Joseph Rovan
(En «Una idea nueva: la democracia»)
.
I
Está viviendo el mundo una oscura época de incertidumbre y confusión en el terreno de las ideas políticas y sociales. La historia ha sentenciado el fracaso de concepciones y sistemas que, desde distintos ángulos, han dominado en gran parte del universo con sus realidades contradictorias. Se ha evidenciado la incapacidad de los diversos regímenes para ofrecer a los pueblos una razón de seguridad, de estabilidad, de justicia y de futuro.
La práctica de la democracia al uso no ha logrado unir a los pueblos en torno a alguna esperanza. Al contrario, ha tenido como consecuencia la desunión. De tal manera que cuando se produce la crisis profunda de la URSS y en todo el mundo el desencanto de los programas aplicados por los diferentes gobiernos, sean de izquierda o de derecha, los responsables políticos no alcanzan a presentar una imagen que cubra los vacíos que desde todos los campos empiezan a producirse.
La ficción democrática practicada en tantos países del mundo, no sirve. En todas partes presenta sus enormes fallos. No sirve para el gobierno de los pueblos. Y además no es una verdadera democracia. La democracia auténtica todavía está por instituirse. Hay que inventar el sistema que corresponda realmente a esa idea tan atractiva, tan prometedora de justicia, de orden y de progreso social.
II
Se encuentra la siguiente expresión en un interesante ensayo de François Bourricaud (): "Es quizás lo propio de una palabra como democracia el que no pueda emplearse nunca sino entre comillas". El autor considera "abusivo y casi irrisorio" llamar democracias en el sentido clásico a nuestras sociedades industriales. Más rotundo es Duverger cuando afirma que la democracia en nuestro tiempo tiene como base "una noción completamente irreal. Esa noción -añade- se ha expresado en una fórmula construida por los juristas, a partir de los filósofos del siglo XVIII: Gobierno del pueblo POR el pueblo".() ¿Es valedera, es exacta esa fórmula? El maestro Alain escribió: "Decir que el pueblo tiene el Poder en un régimen democrático es hablar sin rigor, y es pensar cómodamente; las decepciones vienen después."()
III
Líderes escasos de argumentos citan a veces esta frase de Churchill terriblemente escéptica: "La democracia es el peor de los sistemas de gobierno, a excepción de todos los demás." La simple ironía no basta cuando lo que necesitamos es una concepción seria y un buen sentido práctico del Poder. El autor de la frase era un hombre de energía y de fe en los comportamientos democráticos. Por lo que no deben reproducirse sus palabras restándoles la gracia de su humor sencillo y británico.
De Laski es este pensamiento: "La fuente legal, cotidiana, del Poder reside en los que legislan. De hecho, (esa fuente) radica en el número reducido de hombres cuyas decisiones obligan, legalmente, a la comunidad." Y esta otra idea: "Lo único que, históricamente, puede afirmarse del Estado es que ha ofrecido siempre el sorprendente fenómeno de una inmensa multitud que guarda fidelidad y respeto a un número de hombres relativamente pequeño."()
IV
Jean-Yves Calvez ha escrito: "Pongamos en práctica toda la participación posible."() Sigamos ese consejo. Hay que ofrecer a los pueblos posibilidades nuevas nunca ensayadas. ¿Cuáles serían esas posibilidades nuevas? La participación constante, continuada, del ciudadano en los núcleos sociales en los que está inserto, donde desarrolla sus actividades, donde defiende directamente sus legítimos intereses y los intereses de la comunidad. Núcleos sociales que deben beneficiarse de la difusión de la soberanía, que deben tener poder propio en una organización descentralizada de la sociedad. Municipios realmente autónomos, por un lado; y servicios básicos autogobernados con personalidad de derecho público. Insisto: servicios básicos con autonomía real y suficiente. Desde esos órganos intermedios, sanamente articulados, se irá tejiendo la voluntad de la nación. Los teóricos tradicionales han olvidado casi siempre por completo el aspecto orgánico de la sociedad.
V
Defiendo lo que yo llamo "la difusión de la soberanía", una soberanía transferida a los grupos de creación, de producción y de acción comunitaria. Defiendo la autonomía social. Discuto el derecho exclusivo del llamado Poder Público para establecer por sí solo la normatividad jurídica en todas las esferas del país. Reconozco el papel principal del Estado en ese cometido ordenador; pero entiendo que las entidades representativas de los esfuerzos creadores de la comunidad deben disponer de un poder propio, como antes he dicho. Ultimamente se está reconociendo por los gobiernos la existencia y el desempeño ordenador de esas sociedades intermedias, lo que es un signo de que los hechos avanzan en una dirección deseable, rompiendo barreras, antigüedades y exclusividades.
Entiendo que la nación moderna camina a pasos agigantados hacia una identificación más o menos absoluta entre institucionalidad social e institucionalidad política. Hacia un sistema en el que la sociedad no se organizará por un lado y el Estado por otro, como realidades distintas, sino donde las instituciones naturales de la sociedad se convertirán en el tejido mismo de la organización del Poder.
VI
Ha dicho Joseph Rovan: "La democracia es una forma de ser y estar con los otros, un estilo de vida personal y social, y no una ideología, una doctrina, un sistema. Yo diría decididamente que no hay democracia sino sólo demócratas, que no pueden pensar todos lo mismo y esperar lo mismo de la democracia. Ser demócrata es tratar de que seamos nosotros mismos y nuestro
universo cada vez más humanos... Podemos sentirnos gozosamente seguros -hasta donde alcanzan las certidumbres humanas- de que nuevos avances, en progreso sobre los precedentes, se anuncian en nuestros días para la democracia."()
Creo en esos avances, en el progreso fuerte e indetenible de las realidades que empujan y están cambiando las conciencias y los sistemas. Creo en "la potencia de los hechos", expresión que empleo a menudo con todo convencimiento. Veo una nueva arquitectura política que ya está levantándose, y no como un producto de tales o cuales voluntarismos, sino como un proceso casi espontáneo, impulsado desde escondidas fuerzas históricas. Puede decirse que hay todo un proyecto mudo o secreto, obra de algún poder oculto, que hace andar a los hechos...
VII
Y soñó Rousseau: "Si hubiera un pueblo de dioses se gobernaría democráticamente". No soñemos nosotros. Seamos humildes y razonables. Pensemos seriamente en una organización del Poder para hombres comunes. Una organización sencilla y posible, sin engaños ni fraudes, que se acerque a lo que entendamos como expresión de buen gobierno. Sin caer en fantasías, pero construyendo una estructura política que represente justicia, orden y libertad. Un Estado que podamos llamar democrático sin avergonzarnos, aunque por modestia -y por precaución- sigamos escribiendo la palabra democracia entre comillas.
VIII
Puede que estemos recorriendo la última etapa de un mundo dividido. De pueblos divididos. División entre los países, a su vez divididos dentro de ellos mismos. División irremediable en cada zona o espacio de organización humana. Es un gran disparate vivido desde siglos y más siglos que necesitamos corregir con sacrificio, imaginación, generosidad y valentía. La voluntad para esa empresa de cambio existe evidentemente. Se habla todos los días y en todos los idiomas de paz y de unidad. Se siente un anhelo de concordia. Y se hacen esfuerzos para la rectificación necesaria. Incluso en las instituciones más disociadoras de la política al uso, se desea y se busca un principio de solidaridad. Hay hasta una palabra que está de moda: consenso.
IX
Pero se avanza bastante poco y muy lentamente. Porque existen dos clases de obstáculos: 1) los sistemas que gobiernan la vida social; 2) ciertas ideas desorientadoras que todavía son dominantes en la relación humana. Digamos que la desunión no se produce porque se alteran o vician los sistemas que hemos instituido. Es más exacto reconocer que los sistemas están hechos para perpetuar la desunión. La falta de solidaridad no se origina en los vicios sino en la esencia de nuestra organización social. En las leyes de la economía, en las reglas de la vida política.
Por otra parte, las ideas que prevalecen en la conducta humana refuerzan esas tendencias. La división y el enfrentamiento en las esferas del Estado no se consideran generalmente como un mal sino como una gran virtud. Muchos piensan que la discrepancia es la sal del Estado democrático. No tratan de coincidir porque entienden que eso sería acercarse a la
dictadura o el totalitarismo. Los debates no tienen por objeto convencerse los unos a los otros. No se exponen ideas integradoras susceptibles de favorecer amplios acuerdos nacionales. Se discurre enarbolando principios llenos de aristas y el acuerdo no se impone por la razón sino por el número de votos. Como si la verdad fuera una cuestión estadística, y la inteligencia de los hombres no pudiera usarse para encontrar afinidades y llegar a conclusiones solidarias.
X
La democracia nació como una promesa de igualdad. Su doctrina no reconoce privilegios de especie alguna. Cada hombre, un voto, se dijo: el mismo nivel de participación. Es verdad que los ciudadanos tienen en teoría los mismos derechos, pero distintos grados de poder. Igualdad de derechos ante la ley, pero no ante los recursos para la vida. Convengamos que la justicia no consiste en otorgar solamente derechos formales a los hombres, sino posibilidades válidas y concretas, y que esas posibilidades sean cada vez para más hombres. Se dice que en una democracia todos los hombres son libres, pero los que más pueden son más libres. El hecho de disponer de posibilidades reales para hacer frente a las necesidades de la vida tiene una relación directa con la seguridad de cada uno y con su libertad. El hombre necesita ser fuerte para ser verdaderamente libre. Fuerte en sus recursos materiales, en su cultura y en su espíritu, en su actitud frente a los demás, en la satisfacción de sus deseos, en el respeto que acierte a merecer de sus conciudadanos, en su capacidad para sustituir las cadenas de la sujeción por lazos solidarios.
XI
La solidaridad. He aquí una clave en el camino que conduce a la paz y la justicia. La solidaridad debería ser -y lo está siendo- un paso de avance para el mejoramiento de las condiciones de vida de las grandes mayorías de muchos países y de la totalidad del mundo. Quizás no se ha analizado suficientemente lo que hay de progreso humano en la ruptura de barreras, en las batallas ganadas contra la discriminación y contra las rivalidades entre países y grupos. La gran virtud del acercamiento. Cuando se habla de lucha de clases, lo peor no es la expresión de lucha, sino la existencia verdadera de clases sociales definidas y acantonadas, con un espíritu de desafío y hostilidad. Hablar de lucha es una manera de acentuar la realidad de la división en clases, en vez de plantearse la posibilidad de ir eliminando barreras y odios y distanciamientos. En vez de propiciar la discusión civilizada y el diálogo razonable como condición de avance en un camino de acuerdos y de flexibilidades. Debemos estimular la confianza en un futuro de seguridad, justicia y mejoría en vez de fomentar la incertidumbre y la desesperación. Partiendo del reconocimiento y el convencimiento de los progresos ya alcanzados y la comprensión de las dificultades reales que retrasan o entorpecen los avances necesarios. Pero hace falta tener fe y creer de verdad en los mayores avances que pueden conseguirse fomentando en un lado y en el otro la voluntad de acercamiento y de concordia.
XII
Hay progresos, afortunadamente. Se ha afianzado en todas partes la satisfacción de haber alcanzado altos niveles de libertad política, de madurez y de inteligencia en las relaciones sociales y la voluntad de sostener la democracia como deseable terreno de encuentro de los grupos humanos. Pero todo eso, a título de punto de partida hacia objetivos y a través de procesos que no se señalan con claridad. Sin embargo, el futuro es una promesa real aunque escondida y los medios están a nuestro alcance. Los hechos avanzan creando situaciones que no parecen dirigidas por una voluntad visible, como antes dije, pero que se mueven y van produciendo cambios. Las ideas iluminadoras podemos descubrirlas si observamos corrientes de pensamiento que no por falta de difusión y de penetración son menos válidas. Y ahí están.
Están en los estudios de pensadores occidentales -Durkheim, Duguit, Laski, Hobson, entre otros- que desde los primeros decenios de este siglo pusieron su sello en el campo de la doctrina. Las tormentas vividas en este tiempo que ha pasado quizás impidieron que las ideas de esos hombres se abrieran camino. Pero ha llegado el momento de que aprendamos a utilizarlas. Su principio es uno de máximo valor y de inmensa fuerza creadora: la solidaridad. El nombre de la nueva doctrina propongo que sea: solidarismo.
1
LA DEMOCRACIA AUTÉNTICA
La democracia auténtica todavía está por instituirse.
Hay que inventar el sistema que corresponda realmente
a esa idea tan atractiva, tan prometedora de justicia,
de orden y de progreso social.
EL VIEJO SISTEMA
I
La democracia no empieza en el Estado. Aparece en la sociedad. En ese terreno hay que desarrollarla; porque en él existen ya grupos y organismos que pueden considerarse como ensayos o brotes de democracia. Pero la sociedad queda fuera del Estado, aunque en algunas realidades modernas se presenta una especie de alianza entre Estado y sociedad que produce la falsa imagen de una democratización del Estado. Insisto en que la sociedad sigue quedando evidentemente fuera y separada. Suele hablarse de "sociedad civil" para distinguirla de la nación política. El Estado es una construcción maciza, una arquitectura soberbia, una maquinaria aplastante. Se le suele ver como un freno, como una fuerza coactiva, como una autoridad inapelable, como un poder antipático y hasta insufrible; y también como un teatro de manipulaciones, intrigas, habilidades, combinaciones, torpedeos y componendas.
II
El Estado tiene "mala prensa", como suele decirse. Tiene pocos amigos en las grandes doctrinas. Nietzsche, por ejemplo, abominaba en estos términos abracadabrantes: "El Estado es el más frío de todos los monstruos fríos". Georges Duhamel aprueba esa fórmula de Nietzsche, explicando por su cuenta: "El Estado se comporta de tal manera que cada día tenemos más razones para considerarlo monstruoso...; y en mis escritos hablo con frecuencia del monstruo-Estado." Spengler sentenciaba: "Los grandes Estados son edificados siempre sobre las piedras angulares de la dureza y de la injusticia; la argamasa de sus cimientos está hecha con sangre". Es el inconveniente de ver el Estado como un edificio solitario, separado de la sociedad, a veces envuelto en una nube de democracia, más un artificio que una condición de existencia. Porque la democracia que no tiene sus raíces en la sociedad no es una substancia sino un añadido formal, un espejismo o una ficción.
El Estado del Renacimiento, construido para la Monarquía de derecho divino, dejó entrar en el templo a ciertos representantes de la democracia, pero aún no les ha entregado las llaves del santuario. Pensando en las dificultades de los nuevos tiempos, en lo mucho que el mundo espera de la democracia, en la fuerza con que la democracia está arraigada en los espíritus, en la urgencia que tiene la sociedad presente de un régimen y de una acción a la medida de sus problemas, en el apremio popular por una reforma de raíz en todos los ángulos de la arquitectura política, pensando en la gran necesidad de audacia -de audacia democrática- y en la gran escasez de audaces -de audaces demócratas- dan ganas de romper con los viejos métodos, cambiando el ser y el hacer de la organización instalada, buscando las esencias y los optimismos de una política nueva.
III
Los especialistas suelen estudiar por separado la evolución de la sociedad propiamente dicha y los cambios de naturaleza y de organización del Poder político. Es vieja y arraigada la tendencia a considerar el Estado como un Poder "extraño" a la sociedad. En ciertas escuelas es una autoridad que se impone "desde fuera", por la conquista, el colonialismo o alguna forma de "alianza protectora". En otros casos, es un Poder que surge "desde dentro" como por un golpe de estado, una revolución o las consecuencias militares de una aventura guerrera. En una y otra tesis el Estado aparece, según acabamos de decir, como una realidad extraña al conjunto social en cuyo seno actúa.
Nuestro análisis del Estado, en cambio, está presidido por la idea de la solidaridad, esencia de una concepción que venimos llamando, desde 1954, en nuestros escritos sobre el tema: "Estado solidario". El Estado debe dejar de ser considerado -aunque lo haya sido durante siglos- como el Poder de un sector social dominante en una sociedad dividida en gobernantes y gobernados. Tampoco debe aceptarse como un simple elemento de equilibrio ficticio montado sobre la discordia, ni como una mera expresión de unidad formal, jurídica, oficial, impuesta a un país contradictorio separado en bandos antagónicos en perpetuo conflicto. El Estado requiere -como sostenía Hauriou- el basamento de "cierta unidad social previa".
IV
No puede separarse de ninguna manera la idea del Estado de la realidad histórica de un proceso de integración social y nacional. El Poder como una síntesis de la sociedad misma. La soberanía, derivada no de la violencia, ni del despotismo ni de intereses económicos particulares ni de grupos minoritarios por muy selectos que puedan ser, sino como una fuerza depositada en el cuerpo social real, entero y auténtico, como una fuerza necesaria para el cumplimiento de la misión del propio cuerpo social en su consideración integral. Hace años, el profesor Llorens trató esta idea decisiva con singular acierto describiendo el papel del Estado como "la fase política autodeterminante de la integración social".
La óptica intelectual de muchos cultivadores de la sociología o de la ciencia política está más habituada a descubrir antagonismos y analizar los fenómenos por el juego de los contrastes, que a tomar nota de las convergencias que forman el progreso y de las afinidades que están en el ser de la naturaleza y del hombre social enriqueciendo la potencialidad del desarrollo del mundo. La historia humana es sin duda una historia de luchas y conflictos, pero la parte más hermosa de ella se caracteriza por la armonía de las diversidades entre las fuerzas que condicionan la vida y por la acercabilidad de los intereses múltiples y distintos de los hombres y grupos. El paso trascendente de la sociedad individualista a la sociedad solidaria nadie ha dejado de registrarlo de una u otra manera, pero el hecho ha dado lugar a las interpretaciones más contradictorias y son muy pocos los que han advertido en ese paso una línea de continuidad en vez de una imagen de vuelco o de ruptura.
V
Las revoluciones suelen describirse como un desencade- namiento de rayos entrecruzados y de impulsos irresistibles que destruyen sistemas de valores y colocan, como por arte de magia, otros nuevos en su lugar. Olvidan quienes así proceden que las revoluciones auténticas no son más aunque tampoco menos que un despegue, un resuelto y audaz despegue de mentalidades y de realidades hacia nuevas conquistas que están en el orden de las cosas y no contra el orden de las cosas.
Los debates no tienen por objeto convencerse los unos a los otros. No se exponen ideas integradoras susceptibles de favorecer amplios acuerdos nacionales. Se discurre enarbolando principios llenos de erizos y el acuerdo no se impone por la razón, sino por el número de votos. Como si la verdad fuera una cuestión estadística, y la inteligencia de los hombres no pudiera usarse para encontrar afinidades y llegar a conclusiones solidarias.
Precisamente mis estudios se han proyectado desde hace años hasta llegar a concebir el futuro a través de cambios jurídicos y políticos, pacíficos y graduales, como algo que se realiza por la misma evolución de la historia y por ese impulso vivificante que yo vengo llamando "la potencia de los hechos". No por medio de una revolución salvaje, no por una voluntad pretendida de los pueblos que puede transformarlo todo de un golpe, como si los problemas humanos fueran abstracciones que podemos cambiar pasando por encima de lo concreto. Son problemas históricos, y la única forma de resolverlos consiste en referirse a la razón histórica.
VI
Si estudiáramos la evolución de la sociedad y los cambios del Estado como líneas paralelas de un mismo proceso, deberíamos comenzar por reconocer que el paralelismo sólo es válido como método de exposición, pero que en la práctica, esas líneas paralelas se encuentran, no en el infinito como dice la geometría, sino en la realidad concreta y actual de nuestro mundo propio e inmediato. Los cambios de la sociedad y del Estado se producen dentro de un proceso único y en tal grado de integración que no podríamos entender por separado la naturaleza de ambas evoluciones, que de hecho convergen y se confunden dando lugar a un solo conjunto que es el nuevo tipo de organización político-social que se está formando en el crisol de nuestro tiempo. "El hecho social es un hecho total", ha escrito Raymond Aron. Las visiones parciales dentro de este panorama conducen necesariamente a error; por ello es aconsejable no insistir en las investigaciones que sólo miran a un lado o al otro de la medalla.
VII
La idea abstracta de una soberanía que surge como algo "místico y teológico" de la naturaleza misma del Estado es incompatible con la noción de un gobierno representativo cuya autoridad emana supuestamente de ciertos brotes de democracia. Esa incompatibilidad se produce en las Repúblicas más modernas, donde el ejercicio del gobierno descubre a cada paso la fuerza de una tradición en el concepto del Poder y en el modo de entender y de usar los atributos de la soberanía.
La supervivencia de la Monarquía en la era de los sindicatos, de la energía atómica y de un mundo de aspiraciones democráticas, nos revela de manera que es un asombro a los ojos de los pueblos de nuestra época, la continuidad del Estado antiguo. Continuidad no menos cierta en las Repúblicas aunque menos visible, porque aquí el atuendo sencillo de los jefes desvía la atención de los ciudadanos del verdadero carácter de la autoridad que encarnan.
En los Estados Unidos no hay ninguna institución que pueda compararse externamente con el rey (o la reina) de Inglaterra. Pero ¿qué diferencia esencial encontramos entre la Monarquía inglesa y la República norteamericana? Algunos dirán que las diferencias desaparecen porque los reyes se "democratizan". No niego que la institución monárquica ha tenido que cambiar en sus prerrogativas y en sus hábitos, y que los reyes "descienden" a la calle y se "mezclan" con el pueblo. Pero hay algo en sentido inverso que acerca a ambos regímenes. Y es que los gobiernos de las Repúblicas disponen de poderes y de privilegios que no vienen de abajo -meditemos en esta observación- sino que están en el Estado, son del Estado y cabe considerarlos como elementos de la vieja esencia de la soberanía.
VIII
El mundo conoce no pocos ejemplos de países donde el Parlamento y los demás entes elegidos han sido derrocados por un golpe de fuerza, sin que nada se altere en el ejercicio del Poder ni en la noción del mando. Se podrá decir -con toda razón- que ese gobierno es ilegítimo, inconstitucional. Pero el Estado sigue ahí dando órdenes y los ciudadanos, obedeciendo. Pensar que esto último ocurre tan solo por la policía o por el miedo sería simplificar demasiado las cuestiones. ¿No será más cierto que las gentes creen hoy todavía en la existencia de una autoridad incoercible y metajurídica, situada más allá de todos los cambios, mandatos y representaciones? El tema es digno de un examen profundo.
IX
La democracia ha sido hasta ahora una ficción. No ha sido el poder del pueblo en el sentido auténtico de la palabra. El día de las elecciones, el elector ha sido llamado a "decidir" con el voto como símbolo de su soberanía. Después, ha cambiado su toga de ciudadano por una ropa de mendigo para ir a ver al diputado o al alcalde que él ha elegido; se ha contentado durante cuatro o cinco años con dejar hacer; se ha resignado a no tener ninguna participación en la marcha de los asuntos públicos y a ser el triste e inerme "soberano" de un día. Y ha esperado humildemente a que vengan a buscarle de nuevo para elegir a los mismos en la nueva "consulta" electoral.
Hay una afrentosa continuidad desde los viejos tipos de Estado. Cuenta un historiador que cuando triunfa la Segunda República en Francia (1848), las esposas de los diputados o ministros declaraban entre sus amistades: "Ahora las princesas somos nosotras..."
ADMINISTRACIÓN INTEGRAL
I
Los conceptos de Estado y Administración son tan inseparables como las realidades correspondientes. La Administración no es un edificio aparte, sino sección de una estructura global, cuyos elementos integradores se condicionan mutuamente. El Estado es el todo, y su carácter esencial se encuentra reflejado siempre de alguna manera en cada una de las partes de ese todo. Solamente puede ser eficaz y verdadera una reforma política si los criterios reformadores se proyectan con análoga intensidad y con igual orientación sobre las distintas esferas del Estado.
No podemos pensar en una misma Administración Pública si partimos, por ejemplo, de la concepción de Fichte, que atribuía al Estado como finalidad la de "hacerse innecesario", que si aceptamos como doctrina la del Estado-Administrador o Estado-Servicio, pensando en la fórmula prestigiosa de Duguit: el Estado-federación de servicios. Y aún en este último caso, habría que tener en cuenta el criterio de los que "toleran" la función "empresarial" del Estado como un mal necesario y el de los que ven en el desarrollo de una Administración Pública ordenada y eficiente el camino de solución de los grandes problemas que plantea la presente crisis económica y social del mundo.
II
Esto nos lleva a establecer tres grados de "aceptación" del Estado administrativo: 1) La Administración Pública como una función "subsidiaria", que debe ser reducida a lo mínimo y siempre mirada con sospecha. 2) La Administración Pública como "coordinadora" competente y deseable del desarrollo del país, encargada de hermanar los objetivos que tienden a conseguir separadamente el sector público y el sector privado. 3) La Administración Pública como instrumento básico de un Estado y de una sociedad que necesitan resolver los problemas sociales por "medios sociales". Esta última formulación corresponde a una organización social donde los instrumentos de producción y cambio pertenecen inicialmente a propietarios particulares, pero donde al mismo tiempo, un nuevo concepto de responsabilidad social invade los canales de la economía privada, transformando por una parte el concepto de empresa y, por otra, el de las relaciones decisivas entre sociedad y Estado.
III
Durante todo el siglo XIX estuvo izada en las mentes la famosa doctrina de Fichte. Las dictaduras, los llamados "gobiernos de orden", las restauraciones de monarquías absolutas no se proponían en realidad la reivindicación de un Estado respetable, sino simplemente la utilización de la fuerza al servicio de intereses dominantes, cuya preocupación no era el poder del Estado sino su propio poder. Algunos han hablado del Estado-gendarme para presentar una fea imagen de la institución. Pero el Estado-gendarme no es un Estado, sino simplemente un gendarme posesionado de la banda presidencial o de la corona de una monarquía en alquiler.
El Estado no puede ser distinto de la sociedad que personifica, extraño a ella, o quizás armado contra ella. Debe tener una función esencial y permanente relacionada con la estabilidad social y con los deseos y demandas de los ciudadanos; debe tener una misión nacional que sea, pudiéramos decirlo así, la justificación de su poder. "La voluntad del gobernante -escribió Duguit- sólo posee valor y fuerza en la medida en que persigue la organización y el funcionamiento de un servicio público". Insistiendo en el mismo criterio, Laski subrayó: el Estado "posee el poder porque tiene que realizar ciertos deberes". Y el mismo autor también ha dicho: "Si se quiere establecer una teoría acertada del Estado hay que concebirla en el terreno administrativo." Lo que equivale a colocar lo administrativo como "centro de gravedad" de la estructura del Poder.
IV
Asistimos en nuestro tiempo a una transformación del hecho y de la doctrina del Estado, transformación que se produce por la creciente complejidad de la vida -que es imposible eludir en una obra de gobierno- y por el ensanchamiento, el número y, sobretodo, la nueva condición de los problemas que invaden en forma avasalladora las competencias del Poder. Esa complejidad y esa "nueva condición" de las realidades que entran en el ámbito del Estado, afectan a su estructura y a la de las diversas instituciones que lo integran; cambian esencialmente el contenido de las funciones públicas; ponen en profunda crisis el tradicional sistema democrático idealmente concebido para canalizar la participación del pueblo en el Poder; y determinan, en fin, transformaciones históricas de largo alcance en el papel del Gobierno y en la naturaleza de la autoridad estatal.
V
Es evidente que los nuevos hechos que indican "cambio" corresponden muy directamente a la esfera administrativa en un sentido específico, pero habrá que insistir en que las transformaciones envuelven a todo lo que es Estado. Una nueva Administración concebida en razón de dichas fuerzas transformadoras, no cabría en una estructura estatal de tipo clásico. De ahí que pensemos que la reforma de la Administración no puede hacerse realmente sin una paralela reforma del Estado, con sujeción a las mismas líneas renovadoras.
El Estado de hoy, en realidad, ya no es sólo una organización del Derecho y de la autoridad, una estructura de límites y condicionamientos jurídicos dentro de los cuales la única actividad positiva, hacedora, encaminada a promover el bienestar del país correspondería al foro privado de los ciudadanos. El Estado gobierna, por supuesto, pero cada vez "administra" más. La idea es nueva en cierto modo, pero podemos decir que también es antiquísima. Porque Aristóteles, que consideraba al Estado como una "comunidad natural", obra del impulso natural del hombre, entendía que esa comunidad no se forma solamente para "vivir juntos", sino para vivir juntos teniendo como principio "la esperanza de un bien". El Estado era para Aristóteles mucho más que una simple comunidad de espacio. "Se constituye -decía- para hacer la vida posible y existe para la vida buena".
VI
La clave de esta imagen integral que estamos proponiendo se llama: administración. En el sentido prodigioso de esta compleja figura, tan propia de la presente época, reside la única posibilidad de comprender en su entera, en su total amplitud lo que está sucediendo "paralelamente" en relación con el sector privado y en relación con el sector público. Anteriormente me he permitido destacar el papel de la Administración Pública como "centro de gravedad" del Estado moderno. Por razones análogas podríamos añadir que la administración, la empresa, como fenómeno tipo de la sociedad actual, es también el eje y el nervio del sector privado, principalmente en el terreno de los negocios industriales o comerciales, pero también en otras variedades de actividad.
Puede afirmarse que el sector público y el sector privado tienden a conseguir objetivos esencialmente comunes, o complementarios los unos de los otros, aplicando técnicas, recursos y procesos de la misma naturaleza, pero actuando por vías separadas, con frecuencia sin la debida coordinación, circunstancia que a menudo origina mala utilización de los recursos, duplicación de funciones y otros inconvenientes.
VII
La tesis que tratamos de desarrollar es que ciertas concepciones anticuadas del Estado contribuyen a mantener una excesiva separación entre lo público y lo privado, por lo que convendría revisar dichas concepciones en busca de una doctrina estatal que favorezca, no sólo una adecuada coordinación de esfuerzos, sino la necesaria integración de los mismos en un todo sistemático. El resultado no sería ni la eliminación o el estrechamiento del terreno propio de la iniciativa y de la acción del sector privado, ni tampoco la desaparición o el debilitamiento del papel del Estado, sino una fórmula orgánica que comprendería todo lo que es socialmente "administrativo" como una realidad única; es decir, en conjunto una gran área de administración de interés social, con un reparto racional de funciones, de competencias y de metas a corto, mediano y largo plazo.
VIII
Entendemos que el fenómeno "administrativo" corresponde a una evolución integral de la realidad social, que no sólo influye en las técnicas y procedimientos de la empresa y de la producción del ámbito privado, sino en la naturaleza (predominantemente "social") de los recursos empleados y también en el condicionamiento social de los esquemas empresariales del sector privado. "Paralelamente", el fenómeno administrativo origina cambios de naturaleza en el mundo propio del Estado, haciendo que la organización política haya ido pasando de las tradicionales funciones de policía y luego de fomento, a la etapa más avanzada de los servicios públicos y, por último, al desarrollo que cada día se extiende y se profundiza más de esa figura todavía discutida y no bastante perfilada que recibe el nombre de empresa pública.
Tanto lo público como lo privado se "abren" hacia lo social, rompiéndose en un caso las rígidas ataduras de la Administración pública a la idea del Estado-Poder, y en otro caso, la estrecha supeditación de los negocios llamados privados al simple juego de intereses económicos presuntamente desligados de toda responsabilidad social.
IX
Lo "social" ha ido ganando terreno en los últimos tiempos. Por un lado frente a la noción de "lo público", que está dejando de tener el sentido estricto que encontramos en las teorías clásicas del Estado; y en otra dirección, frente a "lo privado", en una época en que surgen cada día como asuntos sociales, nuevos planteamientos relacionados con la familia, la cultura, la salud, el deporte o la economía. Del mismo modo que hablamos de la función social de la empresa, vemos que el Estado se ensancha, no sólo ampliando la esfera de sus fines y asumiendo una multitud de nuevas prestaciones y servicios, sino transformando la rigidez de sus estructuras, abandonando su antigua fortaleza y hasta sus privilegios jurídicos, saliendo al foro común de los hombres y del hacer cotidiano donde los organismos públicos trabajan paralelamente a otras entidades sociales o se asocian a ellas, impulsados por la exigencia de los tiempos.
El antiguo "intervencionismo" del Estado es una corriente que la historia está recorriendo en sentido inverso. Los libros han hablado mucho del Estado-empresario; no se ha estudiado aún suficientemente la otra cara de la medalla: el empresario-Estado. Sin embargo, los hechos van en esa dirección en esta hora del mundo. Y por supuesto que el fenómeno no se reduce al terreno de la economía, sino que se extiende a todos los demás aspectos de la vida.
X
Dentro de ese mundo de realidades actúa una forma de democracia y cierto sistema electivo. Multitud de sociedades privadas -comerciales, culturales, sindicales u otras- funcionan por medio de asambleas y cuentan con dirigentes "elegidos". Es curioso meditar en el hecho de que hay menos democracia dentro de la Administración oficial. Existen Corporaciones de Derecho Público en las que participan con funciones particulares y en proporción diversa, miembros procedentes del sector público y del sector privado. Por lo general, estos últimos son designados a través de una elección democrática (por ejemplo, los representantes del Sindicato de Transportes o del Colegio de Abogados), mientras que los primeros son simplemente nombrados por una Resolución Ministerial. Objetivo nuevo: la democracia en el desarrollo de la Administración. Por consiguiente, una nueva idea de la democracia que puede empezar a ser una auténtica realidad.
XI
El Estado antiguo cumplió su destino unitario diferenciándose de la sociedad e imponiéndose a ella, en tanto que la nación moderna camina a pasos agigantados hacia una identificación más o menos absoluta entre institucionalidad social e institucionalidad política. Es decir, hacia un sistema en el que la sociedad no se organizaría por un lado y el Estado por otro, como realidades distintas, sino donde las instituciones naturales de la sociedad se convertirían en el tejido mismo de la organización del Poder. Tan deseable identificación -y con esto llegamos al planteamiento capital- sólo es concebible sobre el supuesto de una sociedad sin antagonismos esenciales, una sociedad "solidaria", clave de un sistema donde la unidad del Estado tendría su más seguro soporte en la unidad de la sociedad.
EL ESTADO SERVICIO
I
El Estado se abre hacia la sociedad, y los cuerpos sociales "privados" entran en la esfera de las funciones públicas al ritmo de esa asombrosa novedad que es el hecho de una efectiva difusión de la soberanía. La nación moderna está tomando una figura nueva que es necesario analizar fielmente si queremos comprender la naturaleza de la crisis actual del Estado y de la política.
La realidad nacional se manifiesta a través de instituciones públicas o privadas que llamamos Cámaras de Comercio, Sindicatos de Trabajadores, Universidades, Centros Sanitarios, Asociaciones de Deportes, Bancos, Sociedades de Ayuda Mutua, periódicos, teatros, cooperativas, etc. Son los "distritos" de la producción, de la labor intelectual, de la enseñanza, de la defensa nacional, de la seguridad social, de la salud, del arte, de la industria, de la agricultura. Son las Asociaciones de Padres de Familia que se interesan en el mejoramiento de las escuelas; son los grupos organizados de vecinos que ayudan a la construcción de una carretera o de un mercado municipal; son las sociedades deportivas que se preocupan por el desarrollo de la educación física de la población; son los comerciantes que tienen una representación en el Consejo de Economía del Gobierno; son los trabajadores cuyos sindicatos forman parte de los organismos públicos para el progreso de la industria; son hombres de empresa, concesionarios de servicios, hombres de ciencia, abogados, médicos, profesionales diversos, artistas, funcionarios, que actúan dentro de sociedades intermedias cuya realidad se confunde con la realidad más viva del país.
II
En mis escritos llamo a esas "sociedades intermedias" poderes sociales. Esos "poderes" corresponden a iniciativas, a actividades, a esfuerzos, a inteligencias, a voluntades que constituyen en su conjunto la expresión dinámica de la sociedad nacional. Son condensaciones especializadas del vivir de la nación, mucho más reales y concretas, de mayor peso específico social que otras instituciones de larga tradición jurídica y política, que muchas veces no son sino abstracciones o entelequias, con poder oficial pero sin poder aceptable en la vida común.
Duguit habla de servicios. En su Manuel de Droit Constitutionnel, escribe: "El Estado no es, como se ha pretendido hasta ahora, una potencia que manda, una soberanía. Es una federación de servicios públicos organizados y controlados por los gobernantes". Y en otra obra, en Les transformations du Droit public, el mismo autor insiste: "La noción del servicio público sustituye al concepto de soberanía como fundamento del Derecho público. Seguramente que esta noción no es nueva. El día mismo en que bajo la acción de causas muy diversas se produjo la distinción entre gobernantes y gobernados, la noción de servicio público nació en el espíritu de los hombres. En efecto, desde ese momento se ha comprendido que ciertas obligaciones se imponían a los gobernantes por los gobernados, y que la realización de esos deberes era a la vez la consecuencia y la justificación de su mayor fuerza. Tal es esencialmente la noción del servicio. Lo nuevo es el lugar preferente que la noción ocupa en el campo del Derecho y la transformación profunda que en tal camino se produce en el Derecho moderno."
Dicho de otra manera por el mismo autor: "Desde el momento en que admitimos que el Estado no debe limitarse a esto (orden público, guerra, policía, justicia) sino que debe desarrollar `servicios públicos' cuyo objeto sea procurar un ulterior desarrollo de la vida individual en sus aspectos físico, intelectual, moral, etc., desde ese momento el concepto de soberanía es insuficiente para la explicación del sistema de Derecho público, porque ahora nos interesa arbitrar un sistema de Derecho en el que se puedan explicar estas prestaciones, estos servicios públicos, como una verdadera obligación jurídica."
III
Desde esa "obligación jurídica" surge la nueva construcción del Estado solidario y aparece por primera vez la posibilidad de organizar una democracia verdadera. El Estado solidario está basado en la coordinación y la autonomía de asociaciones diversas en las que los ciudadanos aparecen distribuidos -y participando- sea en unidades territoriales, como el municipio, el departamento o la región, sea en entidades funcionales, unidades de servicio, grupos naturales de la sociedad. Se trata de organismos, no creados "desde arriba" sino con fuerza propia. Productores de una diversidad de suministros; empresas industriales o de comercio; universidades y otros centros de educación, arte y ciencia; colegios profesionales, cooperativas agrícolas y de otros círculos de intereses; institutos de salud; sociedades de deportes, etc.
Tales unidades no serán cuerpos excluidos -como sucede hoy- de la nación política, sino precisamente células de base que actuarán dentro del Estado, formando ese Estado. Según la fórmula de Leon Duguit: el Estado solidario será una "federación de servicios". Esta doctrina corresponde a una situación social en la que desaparece o empieza a desaparecer la barrera entre lo público y lo privado. El taller, la mina, la central eléctrica, la escuela, el hospital, serán parte de un nuevo tipo de Estado. Como consecuencia de una doble evolución: desde la sociedad y desde el Poder. Comprendamos esto. En un sentido, las organizaciones de cualquier actividad privada se transforman en entidades de responsabilidad social y, por otra parte, el Estado se abre hacia lo social, cambiando de piel y de orientación; y deja de ser -como lo analiza Duguit- "una potencia que manda, una soberanía". Desaparece el concepto de soberanía como fundamento del Derecho público.
IV
Busquemos nuevos caminos de solidaridad a través de un sistema de servicios de naturaleza distinta a los que han funcionado hasta ahora. Servicios del nuevo tipo de Estado que habrá que ir construyendo, y que ya no llamaremos servicios públicos con su antigua nota de soberanía, sino servicios sociales, con su espontaneidad, surgidos "desde abajo", con raíces en la necesidad de la justicia, y con sentido solidario. No serán ni públicos ni privados. Dentro de las unidades de servicio puede haber en el comienzo un componente "privado": capital accionario, financiamiento, y personal empleado, procedente de los modelos empresariales anteriores. Será inevitable acomodarse a esa herencia, mientras se establecen adaptaciones necesarias y convenientes. Estaremos en ese proceso de evolución hacia soluciones nuevas, a través de pasos y caminos que deben llevar a un futuro distinto, que irá haciéndose. Esta es una época creadora, en la que tenemos que desterrar la rutina y el estancamiento. Una época que se tiene que definir en su mismo proceso, y no obedeciendo postulados voluntaristas. "Se hace camino al andar", escribió el gran poeta Antonio Machado.
V
Se trata de poner en funcionamiento una administración integral, una administración que abarque lo público y lo privado, como ya dijimos: "una administración que comprenda todo lo que es socialmente administrativo como una realidad única; en suma, una gran área de administración de interés social, con un reparto racional de funciones, de competencias y de metas a corto, mediano y largo plazo". La sociedad se tiene que hacer ella misma, y es lo que debemos entender con espíritu de avanzada y sin miedo a los cambios. Seguiremos hablando del Estado, naturalmente; pero será otro Estado.
VI
El proyecto que vengo defendiendo desde hace muchos años se inspira en una escuela de pensadores europeos y norteamericanos forjadores en los primeros decenios de este siglo de la doctrina que llamaron "pluralista", basada en el reconocimiento y el fortalecimiento de los cuerpos intermedios autónomos. Hay un pluralismo divisionista que es el que defienden los viejos partidos, y un pluralismo de solidaridad que es el que postula la citada escuela. Según esa doctrina, la sociedad se había convertido en una mera aglomeración de individuos. Se estaba perdiendo la naturaleza grupal característica de cualquier comunidad política. Los hombres no actuaban sintiéndose miembros de una comunidad. Seguían unidos, pero a través de mecanismos artificiales.
VII
Alexis de Tocqueville había resaltado casi un siglo antes el papel de los cuerpos intermedios autónomos. Había que potenciar esos cuerpos intermedios con el doble fin de restablecer el espíritu de comunidad y proteger a sus miembros contra los abusos de los colosos del Poder: el Estado-potencia pública por una parte, y por otra las grandes oligarquías políticas y financieras. Había que crear un grupo compacto y finalista de hombres. Había que reforzar los derechos de las asociaciones naturales.
El Estado es una asociación de asociaciones, no es una suma de individuos sueltos. "El pueblo -decía don Adolfo Posada- no es un simple agregado o suma de individuos"; y rechazaba "las democracias de masas, igualitarias, gregarias", fácilmente manejables por los demagogos. El elemento orgánico tiene que aparecer en todas las esferas de la sociedad y el Estado.
VIII
En uno de sus grandes discursos en las Constituyentes españolas de 1931, dijo Ortega y Gasset: "La democracia es el pueblo organizado, no el pueblo suelto". La advertencia era oportuna e importante porque la democracia clásica es el "pueblo suelto" y a mi entender la democracia concebida en la tradición teórica -y en la realidad de sus múltiples experiencias en Europa y en América- no es ni puede ser otra cosa que el pueblo suelto, la
"nación informe" como subraya un autor, la "democracia estadística" como dicen otros.
El postulado de Ortega exige una precisión. El pueblo organizado ya no es el pueblo de Rousseau. Es la sociedad. Y entonces entramos en otro orden de conceptos. El "poder público" debe ser el poder de los grupos profesionales y otras unidades de base que representan el conjunto de voluntades, quehaceres, creaciones, intereses y esperanzas de la nación moderna. "La nación -ha escrito el profesor peruano Pareja Paz Soldán- es la comunidad de intereses y de grupos económicos, sociales, intelectuales y profesionales, que constituyen la infraestructura resistente del edificio social, fuerzas que existen y actúan y de las que no debe hacerse abstracción cuando se organiza la representación de la nación."
IX
Giner de los Ríos sostenía que la sociedad "no es un mecanismo artificial, convencional y más o menos contingente para el servicio de los individuos, ni una organización, sino un organismo natural". Algo existente "por naturaleza, no por la mera arbitrariedad de los hombres". El Estado "es también un organismo natural". Esta posición coloca a Giner -según observa Fernández de la Mora- en "frontal beligerancia con la tesis del contrato social: la comunidad política no es, como quería Rousseau, el resultado de un pacto, sino algo dado y consustancial con nuestra especie. En otros términos, el hombre no crea la sociedad sino que aparece en ella, no es tendencialmente sociable, sino constitutivamente social".
X
La sociedad poliárquica está hoy gobernada por un sistema monocrático. Es hora de que los cuerpos sociales intermedios dispongan de un poder propio y no delegado para reglar su funcionamiento de acuerdo con sus particularidades. Los municipios y otras entidades territoriales, por un lado. Los servicios y los grupos de profesión, por otro.
A pesar de las resistencias, las incomprensiones y las antigüedades los hechos se desenvuelven en una dirección deseable, rompiendo barreras y diferencias arbitrarias. Los hechos. Importantes intermediarios entre lo caduco y el futuro. Los hechos. Reajustadores y reformadores, como si llevaran en su impulso su propio proyecto de avanzada.
El enlace de los diversos intereses cooperativos, de las acciones y poderes resultantes de la pluralidad social, tiene un nombre antiguo e ilustre: se llama solidaridad. Pero desde el punto de vista práctico, en el Estado y en la realidad jurídica, la ciencia política y la ciencia administrativa ya definieron el método para lograr el ajuste que necesitamos. Ese método se llama sencillamente: descentralización. Desarrollaremos luego estas ideas.
SOCIEDAD Y PARTICIPACIÓN
I
La democracia no empieza en el Estado, dijimos: aparece en la sociedad. La democracia debe comenzar en las pequeñas células, sin olvidarnos de la familia, y desarrollarse a lo largo y ancho de la sociedad dando visión, sentido y carácter a los núcleos sociales de toda especie, desde los más simples a los más complicados, desde un taller y una escuela hasta una empresa de comercio, un servicio de transportes o un instituto científico. Recordemos lo que escribió Leon Duguit: "El Estado es una federación de servicios".
Seguramente pensaba en un Estado futuro, en un Estado que hay que construir. Seguramente planteaba Duguit un sistema de servicios que tendrían características muy distintas de las de aquellos que hoy llamamos servicios públicos.
II
Los servicios de este nuevo sistema no serían creación del Estado; saldrían de la sociedad, formados espontáneamente, con sus enlaces y su coordinación, con su autonomía y su poder propio. Constituirían una estructura social distinta, que pasaría a ser el sustento del nuevo Estado. De modo que los servicios serían los órganos de un Poder verdaderamente democrático, pues cada servicio o cada grupo de servicios tendría su composición democrática y sus procesos propios para la elección de su personal directivo. Entraría en juego y tendría toda su eficacia el ejercicio de la participación.
La sociedad y sus organismos existen ya, no habrá que inventar los entes democráticos. Sólo habrá que crear otros nuevos, tantos como exijan las necesidades comunes y el proceso de sistematización de la vida social y política. Habrá que tejer la sociedad como conjunto de asociaciones naturales. Habrá que organizar, perfeccionar, extender, completar al máximo la sociedad civil, no dejándola reducida a una expresión de las entidades que en el momento funcionan, sino estimulando la creación de todas aquellas asociaciones que sean adecuadas a la realidad social, dentro de un espíritu de sistematización de las actividades económicas, sociales y culturales. Conviene aprovechar la natural tendencia a la sistematización que tiene arraigo y un sentido fuertemente acentuado en el dinamismo social de la mayoría de los países.
III
Y entonces fortalecer y orientar los brotes de democracia que ya aparecen. Tendremos el terreno deseable para la invención de una sociedad democrática, con la participación real y consciente de los hombres, de los miembros de empresas y servicios, de los ciudadanos en el seno de cada uno de los organismos ya formados y de los que vayan constituyéndose. Concluyamos que en democracia lo decisivo no es elegir, y mucho menos en las condiciones en que suele hacerse, sino participar. La participación es un derecho, y más todavía un deber, y más todavía debe ser una costumbre enraizada en un sistema de finalidades precisas y de responsabilidades concretas. La participación debe ser un ejercicio práctico verdadero, sincero y absoluto en beneficio del ciudadano y de la comunidad.
IV
Pienso en un ciudadano de nuevo cuño, un ciudadano que se cuide no solamente de "sus" derechos, de "sus" intereses, de "sus" libertades, sino de "la" libertad, de los derechos civiles y humanos de él y de su prójimo, de los derechos e intereses de él y de la sociedad en la que está inserto. El hombre solidario, en ese esquema, hace posible con su presencia y su exigencia el movimiento positivo de los grupos y entidades sociales, y en particular el funcionamiento propio y natural de las instituciones del Estado. Estas son concebidas -en el nuevo Estado que yo postulo- en su dimensión de "servicio" y no como rígidas "soberanías" desligadas de los auténticos y legítimos intereses del hombre común y de ese "demos" del que mucha veces se habla con más pedantería que sinceridad en los discursos y en los libros. La "participación" es, pues, en su mejor sentido, un modo práctico, elevado, de traducir en hechos el ejercicio de la solidaridad.
V
"La Constitución que nos rige -escribió Tucídides de la de Atenas- nada tiene que envidiar a la de los otros pueblos... su nombre es democracia porque ella mira al interés, no de una minoría, sino del mayor número”. La idea de democracia tendría en cuenta entonces, más que el "origen" del Poder o la legitimidad de los mandatos, el fin de la gestión pública. Importante esa idea del "fin", que a veces se desconoce en los esquemas habituales. Idea insuficiente, de todas maneras.
Entiendo que el pueblo debe participar en la dirección y en la obra del Poder, esa es la clave; y no limitarse a recibir como un obsequio los beneficios de un gobierno que "mira al interés del mayor número". La participación debe ser elemento indispensable en el Estado democrático. Sin quedarse en una cosa "formal", ritual, ficticia. Vimos lo que ha escrito Joseph Rovan: "La democracia es una forma de ser y estar con los otros, un estilo de vida personal y social, y no una ideología, una doctrina, un sistema. Yo diría decididamente que no hay democracia sino sólo demócratas, que no pueden pensar todos lo mismo y esperar lo mismo de la democracia. Ser demócratas es tratar de que seamos nosotros mismos y nuestro universo cada vez más humanos... Podemos sentirnos gozosamente seguros -hasta donde alcanzan las certidumbres humanas- de que nuevos avances, en progreso sobre los precedentes, se anuncian en nuestros días para la democracia".
Creo en esos avances, que empujan y están cambiando las conciencias y los sistemas. Creo en "la potencia de los hechos". Veo una nueva arquitectura política que ya está levantándose, y no como un producto de tales o cuales voluntarismos, sino como un proceso casi espontáneo, impulsado desde escondidas fuerzas históricas.
VI
No es imaginación lo que hace falta, sino voluntad creadora, y coraje. He dicho en otra parte que "las necesidades de nuestra época están pidiendo a gritos un Estado nuevo". Y ahora me parece apropiado añadir que las necesidades no sólo están "pidiendo a gritos", sino haciendo -como ingenieros invisibles- esa nueva estructura del Poder. Nuestro papel pudiera reducirse a abrir puertas para dar paso -y no poner obstáculos- a lo que nace cada día. Pero eso no basta, no sería digno de una humanidad en desarrollo. El hombre no debe limitarse a darse cuenta de que ciertos hechos se han producido, y tratar de interpretarlos. Los cambios necesitan la contribución de nuestras voluntades. Nuestro asunto no es esperar que los hechos vayan apareciendo, sino acudir con nuestros medios y nuestra decisión para hacer los hechos.
VII
Hace dos siglos escribió Hegel: "Toda nación es una sociedad poliárquica". Dicho de otra manera: una sociedad con poderes múltiples. Hegel tenía razón. Pero el Estado se había erigido en Poder único; y los demás poderes fueron desconocidos, excluidos o desactivados. Cada nación puede decir: esos son mis poderes. Y el Estado debería ser una estructura política basada en la articulación racional y eficaz de esos organismos vitales. Los inventores del Estado moderno, sin embargo, adoptaron el principio de la soberanía única y desde arriba, y los poderes múltiples fueron excluidos del área privilegiada del Poder.
Hablo de poderes nuevos. Esos poderes nuevos aparecen en todas partes -pueden concretarse y analizarse los ejemplos- y ya dan otra figura a la nación política de hoy, o quizás a la de mañana, y empiezan a ser vehículos adecuados para las transformaciones indispensables que los países están impulsando. En las democracias tradicionales, esos poderes no están todavía en la Constitución, no tienen una fuerza legalmente reconocida. Pero el Estado hace uso de todo ese mundo de vigorosas entidades, las llama a consulta, les pide ayuda, incluso las incorpora a las múltiples comisiones que funcionan en el ámbito del Gobierno, incluso en el Parlamento, en esta época inquieta de cambios, de transición, en que se perfila un nuevo tipo de sociedad y también el rostro de un Estado nuevo.
VIII
El país no funciona en la práctica dentro de los artificiosos esquemas que suelen dar la imagen del Estado en los viejos libros de ciencia política. Funciona en las fábricas; en los centros de estudio; en las gentes que buscan u organizan los más diversos servicios de la sociedad; en los técnicos y funcionarios que los desarrollan; en los canales del comercio y del trabajo; en el campo de la economía.
Los grupos sociales "privados" entran en la esfera de las funciones públicas. Los sistemas políticos subrayan su condición social, su apertura hacia lo social. El Estado moderno desarrolla formas audaces de descentralización que en esencia constituyen una manera de transferencia de poder. O sea: un procedimiento de democratización del Gobierno, dotando de poder autonómico a los órganos del poder social. Ahora no se trata simplemente de la coordinación de esfuerzos entre lo público y lo privado, sino de la necesaria integración de ambos en una síntesis afirmadora.
IX
El sistema de los servicios públicos empieza por "inspirarse" en la noción clásica del Estado. Y con el auxilio de esos conceptos se explica entonces que los servicios, como instituciones vinculadas a la jerarquía del Poder, atraigan determinados "privilegios legales" y se revistan de una personalidad jurídica igualmente dotada de cierto orden de prerrogativas que tienen esencialmente su arranque en la misma raíz de la soberanía. Es el Estado quien presta o transmite su potestad a los servicios.
Luego, la propia realidad de éstos determina que los "poderes" de que disfrutan acentúen su naturaleza característica, subrayen la distinta condición de su origen, afirmen la vinculación de su ser jurídico, no a la fuente única y soberana del Poder, sino a la fuerza y a la exigencia de la vida y de las necesidades sociales.
La "personalidad" de los servicios públicos aparece entonces, no como una emanación del Estado, sino como una creación directa de la potencia de los hechos.
X
Tan grande es el vigor actual de esta doctrina que hoy cambian ya los términos de la antigua dependencia entre lo político y lo administrativo, y empieza a construirse, junto al derrumbe de las viejas nociones, el esquema de una nueva sociedad donde los "poderes" de sus órganos de gestión no derivan de ninguna entidad abstracta situada por encima de todo el mundo, sino que nacen de las necesidades mismas de la comunidad y se miden al nivel de los derechos de los hombres y de la realidad de la vida práctica.
La comunidad no debe concebirse como oposición al individuo. El hombre vive en comunidad para protegerse, no para esclavizarse.
EL VOTO FUNCIONAL
I
La descentralización por servicios tiene una larga historia en el Derecho Administrativo. No se funda en una desmembración de base geográfica. Su arquitectura propia tiene como cimiento jurídico esencial el concepto más amplio de servicio público, considerado el servicio en su aspecto objetivo, no como una de esas actividades de utilidad social que es preciso referir a la Administración, sino como entidad administrativa que existe por sí. La mencionada forma de descentralización conduce a relajar la dependencia de los servicios respecto del Poder político común, estableciendo un sistema en el que aquéllos se desenvuelvan con personalidad propia y con autonomía de gestión.
La idea es consecuencia, por un lado, de un interesante proceso doctrinal y, por otro, de la existencia de importantes y fecundos hechos sociales que constituyen una realidad imposible de desconocer por más tiempo, con las consabidas transformaciones de la Administración Pública.
Es clásica la distinción entre personas territoriales e institucionales. Ambas -según expresión de Hauriou- son miembros del Estado, y participan -en mayor o menor escala- de los derechos de potencia pública. Las primeras están condicionadas por el territorio; las segundas están condicionadas por el servicio. Pero, ¿dónde puede hallarse la garantía de que su independencia sea algo más que una simple e ilusoria ficción de la ley?
II
Ya en los primeros decenios del presente siglo, el profesor francés Henry Berthélemy resaltó en su tratado de Derecho administrativo la importancia del problema de las garantías, y propuso con tal fin distintas medidas de indudable eficacia jurídica, y al mismo tiempo de valor práctico y real. Esas medidas consisten: l- en hacer independientes del Poder central a los administradores regionales y locales, reclutándolos por el sistema electivo o por otro cualquier método que no sea el de nombramiento por las jerarquías superiores; 2- en aumentar las atribuciones y el poder de decisión de tales autoridades.
El profesor francés se refería concretamente a la llamada "descentralización territorial". Pero el tema adquiere de todos modos, a partir de esas ideas, un alcance que rebasa los límites de una simple construcción administrativa, en el sentido general de este término. En el fondo, lo que buscaba Berthélemy era una independencia (para las "administraciones locales") que tenga su raíz no en la "voluntad" del Estado, sino en una fuerza propia, distinta de la energía soberana del Poder. Una independencia -real- que descanse en la vinculación directa de los organismos administrativos "descentralizados": l- con las necesidades sociales cuya gestión tienen a su cargo; 2- con la voluntad inmediata de los hombres y grupos a quienes afectan de manera particular los actos de esas administraciones.
Cuando la aplicación del "sistema electivo" se extiende también a los órganos personificadores de los servicios públicos, se ofrece con ese sólo hecho el cuadro de una Administración de tipo nuevo, llamada a influir poderosamente en el carácter mismo del edificio político en que esa Administración se sitúa.
III
En las circunscripciones territoriales -descentralización administrativa común- el cuerpo electoral es de tipo político. La elección de Alcaldes y Ayuntamientos, por ejemplo, la realizan electores que hacen uso de un voto que por su origen, calidad y significación es "político". Un voto que la ley les atribuye en virtud de situaciones de orden político general, y no como consecuencia de alguna vinculación especial determinada por el carácter administrativo de los órganos de dirección cuyos componentes se eligen. La descentralización administrativa se confunde entonces con la descentralización política. El mismo cuerpo electoral que elige los funcionarios políticos, elige también los funcionarios propiamente administrativos. Por lo demás, la mayoría de esos gestores públicos, realizan al mismo tiempo funciones de uno y de otro carácter.
En la descentralización por servicios, en cambio, el cuerpo electoral tiene tendencia a ser -y ya lo es a veces- un cuerpo de tipo técnico, un cuerpo de electores disponiendo de un voto "especializado" -el voto funcional- que en principio es distinto del voto político común. la idea del voto funcional se basa en el interés directo, en la vinculación concreta a un servicio público, en la profesión, en la propiedad o en el uso de ese servicio.
IV
En la sociedad de hoy, el concepto de profesión es más fuerte que el de vecindad, y el de Administración está más cerca de la vida que la idea de gobierno. "Si se quiere establecer una teoría acertada del Estado -ha escrito Laski- hay que concebirla en el terreno administrativo."
La democracia debe expresarse a través de un sistema de descentralización funcional que recoja en sus conductos, en sus arterias, la vida misma y la conciencia exacta del país. Esas entidades no sólo existen con vigor, sino que tienen su "propio gobierno" algunas veces, y un cuerpo electoral constituido por el voto "especializado" y no por el voto político común. El voto funcional -como ya dijimos- se basa en el interés directo, en la vinculación concreta a un servicio público, en la profesión, en la propiedad o en el uso de ese servicio.
V
La moderna ciencia administrativa no sólo ha creado el sistema de la descentralización por servicios -cosa muy distinta de una desmembración de simple base geográfica-, sino que ha añadido a los grandes avances técnico-jurídicos en esta materia, otra forma de desintegración funcional que se conoce con el nombre de "descentralización por colaboración de los particulares".
Todo ello supone un amplio campo abierto a las transformaciones de la noción misma del Estado, que permitiría extender, por una parte, la autonomía real de los servicios públicos y, por otra, el ejercicio útil, positivo y democrático del voto funcional.
VI
La más fuerte garantía de "independencia" de las instituciones personificadoras de servicios estriba, pues, en que sus órganos de dirección sean elegidos y no designados por el Poder político común. Pero elegidos de manera libre -sin injerencias extrañas de ninguna clase- por un cuerpo diferenciado de electores, cuyo derecho de sufragio nace -no del título político de la ciudadanía- sino de un vínculo especial que los une al fin concreto y a la organización del servicio.
En algunos países funcionan Universidades autónomas, que no son privadas, sino oficiales. Esas Universidades tienen su origen en una ley del Estado, y se nutren de recursos procedentes de la fiscalidad común. Las condiciones concretas de la "autonomía" son, sin embargo, muy amplias. Esos centros establecen con toda libertad sus propios estatutos, su organización interior y sus planes de estudio. Expiden títulos de capacidad profesional que tienen completa validez ante las leyes, corporaciones y autoridades del país. Nombran sus profesores, designan todo el personal del establecimiento, fijan los requisitos para la admisión de alumnos, establecen las normas de disciplina interna que el servicio requiere.
No hay representación alguna de los poderes estatales en el Consejo universitario, ni la más mínima intervención de esos poderes en los asuntos propios de la Universidad. El Consejo universitario no es nombrado "desde arriba", sino elegido; y elegido por el voto de los que tienen directa y especial vinculación con el servicio mismo. Es decir, por un cuerpo electoral especializado.
VII
Hay más ejemplos. Pienso en cierta organización de clínicas y centros de asistencia sanitaria -se encuentran de modo particular en América- que prestan a gran número de personas un servicio social de considerable importancia. Esas instituciones funcionan como cooperativas o sociedades de socorros mutuos, sus miembros deben pagar una pequeña cuota fija cada mes, y al mismo tiempo que adquieren el derecho a los servicios de la entidad, obtienen también el de participar en la elección periódica de los directivos que la gobiernan y administran.
Se trata en ese caso de asociaciones que -aún realizando fines de alcance social indiscutible- son privadas por su origen, y siguen siéndolo por su condición. Tales instituciones no se incorporan a la Administración estatal, su existencia no está respaldada por ninguno de los privilegios legales que dan carácter a los servicios públicos.
VIII
Pero ¿qué podría impedir que esas u otras entidades creadas con tales fines de importancia social se incorporaran al sistema de la Administración pública y fueran revestidas por la ley del mismo poder de "self-government" que disfrutan, por ejemplo, las Universidades autónomas?
¿Por qué esa misma naturaleza de instituciones públicas auto-administradas no se trasladaría de la enseñanza o de la asistencia médica a otros servicios incorporados ya, o incorporables, a la Administración? ¿Por qué no a los teléfonos y al correo, a la energía eléctrica y a los transportes, a las obras públicas y a ciertas zonas del comercio, a otras ramas de la industria y de la economía en general, a la música, a la vivienda y al deporte?
Estoy apuntando, pues, el esquema de una Administración profundamente descentralizada, a través de grandes sistemas de servicios, dotados de medios técnicos y financieros suficientes, y de las condiciones de independencia que pongan a salvo de toda intromisión innecesaria y abusiva de los poderes estatales, la objetividad y el fin del servicio.
LAS PROFESIONES ADMINISTRATIVAS
I
El origen de estos cambios que vamos planteando hay que buscarlo en la aparición histórica de la llamada "era industrial". La máquina dio lugar a un cambio social trascendente: la producción colectiva. No estamos ante el artesano, ante el hombre individual produciendo con sus propias fuerzas, sino ante el hombre que trabaja junto con otros en forma colectiva, aprovechando la máquina para producir en serie, para un mercado también en serie. Tales hechos determinan un cambio fundamental en las relaciones del hombre con las cosas, en las relaciones del hombre con la producción y también en las relaciones del hombre con los demás hombres. Surge un nuevo tipo de relaciones humanas que se caracteriza por la idea de la cooperación.
II
Junto a esta idea, hay que situar otra -la idea de la organización- que se vincula al mismo proceso social y que nos conduce a la clave de que venimos hablando. La producción colectiva es, además, una producción organizada. Surge la empresa, un fenómeno nuevo, esquema en que adquiere forma racional y moderna el trabajo colectivo. La empresa significa dos cosas: producción colectiva, y en un momento más desarrollado, más avanzado, el fenómeno de la administración. La era industrial engendra la era administrativa como consecuencia de las nuevas formas de producción, de los nuevos tipos de relaciones humanas, de las nuevas maneras de realizarse los distintos procesos de la economía, y no sólo de la economía, sino de la vida social en su multiplicidad de aspectos y desde todos los ángulos.
III
La era industrial, en otro orden de cosas, ha producido un desplazamiento total en las formas o tipos de trabajo, de mucho interés desde una doble visión: en el aspecto político-social, por lo que significa como surgimiento de "nuevas clases medias"; en lo referente a la organización, porque los cambios indicados representan un acrecentamiento espectacular del número de personas ocupadas en actividades "administrativas".
"La sociedad -anunciaba Marx- se divide cada vez más en dos grandes campos enemigos, en dos clases diametralmente opuestas: la burguesía y el proletariado". Debe reconocerse que, en efecto, en los comienzos de la industrialización (dándole los hechos la razón a Marx) una multitud de artesanos y de campesinos tuvieron que emplearse como obreros en las fábricas, es decir: pasaron a la categoría de proletarios, engrosaron el ejército de los "desposeídos". Pero las cosas han cambiado bastante en los últimos tiempos. El declive de las clases medias tradicionales no ha seguido produciéndose como lo predecía el marxismo. Al contrario, los grupos sociales ni burgueses ni proletarios han experimentado una nueva expansión.
IV
El desarrollo de la industria ha dado origen a un nuevo auge de los oficios artesanales. En Francia, entre 1911 y 1954, el número de electricistas pasó de 32 mil a 243 mil. Las profesiones liberales (maestros, artistas, periodistas, abogados, ingenieros, médicos, etc.) no han cesado de desarrollarse, y es cada vez mayor el número de profesiones y el número de profesionales. En Suecia, por ejemplo, la cantidad de personas pertenecientes a la "nueva clase media" se multiplicó por ocho entre 1860 y 1930. Esta aparición de nuevas clases medias es un producto de la evolución técnica. Sus efectivos aumentan en valor absoluto y relativo: funcionarios, empleados, ingenieros, técnicos, cuadros de la industria y el comercio, cuadros de la Administración pública.
En 1911 había en Francia 149 mil empleados de oficinas y 45 mil ingenieros, dibujantes y químicos. Cincuenta años después encontrábamos estas cifras, respectivamente: 565 mil (cuatro veces más) y 232 mil (cinco veces más). En los Estados Unidos, la industria ocupaba en 1948 trece millones de obreros contra dos millones y medio de cuadros y empleados. Diez años después, el número de estos últimos había aumentado en un 50 por ciento, y el de los obreros disminuía en un millón. El hecho se debe al auge del sector "terciario" (los servicios) y al declive relativo del "secundario" (la industria).
V
Pero hay que añadir que en la propia industria, el número de verdaderos "proletarios" (los que sólo disponen de sus brazos) tiende a disminuir también. La mayor parte de los trabajadores está adquiriendo una especialización, una formación, un capital técnico que refuerza su estado económico y su papel social. En el futuro, el trabajador tipo será más bien un especialista encargado de una labor menos penosa y habrá dejado de ser un proletario mal pagado en una organización anacrónica. Todo ello favorece la visión de una sociedad unida, de una comunidad solidaria y no de un cuerpo desarticulado y roto en fracciones condenadas a enfrentarse sin remedio en una guerra a muerte.
Los hechos y cifras que estamos anotando señalan, más que un aumento, un salto formidable en los tipos de actividades que los sociólogos llaman de "distribución" y que nosotros llamaríamos de "administración". Damos a la palabra administración un sentido especial que no debe confundirse con el término "burocracia" usado peyorativamente con tanta frecuencia. Administración es sencillamente la dirección de todo este proceso económico y social al que nos estamos refiriendo. Es el elemento que coordina, que impulsa, que crea, que lleva adelante la acción productora en sus diversos órdenes y manifestaciones.
VI
Administración -ha dicho André Siegfried- es "una palabra admirable". Y Siegfried cita a Maurice Barrés, que en una página poco conocida hizo esta especie de panegírico de la administración y de la organización: "Una de las más bellas palabras que existen en nuestra lengua es ordenar, lo que significa indudablemente cierto modo de arreglar y también dirigir, prescribir. Estas palabras agrupan todo lo que entendemos por organización, es decir: poner las cosas en orden, arreglarlas de acuerdo a un fin. Esto significa también el poder que se necesita para alcanzar tal resultado. Ordenar es sinónimo de organizar y de mandar".
"Y de administrar", agrega Siegfried. La idea de administración comprendida de esta manera es un aspecto casi necesario de la actividad humana. La Rochefoucauld, en sus Memorias, se refería sin duda a esta misma idea cuando escribió: "No basta tener grandes cualidades, hay que tener la economía de ellas". Economía, empleada en el sentido particular del siglo XVII, equivale a lo que entendemos hoy por administración o gestión. En alguna parte hemos leído que la verdadera superioridad del mundo occidental reside justamente en su "genio administrativo". El genio administrativo supone cualidades infinitamente complejas. Hay que poseer el sentido del fin preciso, limitado, proporcionado a los medios de que disponemos; el sentido de la precisión que equivale al sentido del tiempo; el del cuidado o mantenimiento del material y de su renovación; el sentido colectivo del trabajo organizado; la objetividad, que consiste en saber liberarse de las consideraciones personales. Administrar es el arte de combinar el poder, la libertad y la eficacia.
VII
La historia registra mejoras; es indudable. Pero en general no alcanzan los niveles que serían de desear. Podemos centrarnos en este hecho característico: la producción en serie influye en la calidad por razones mecánicas. Pero también por ciertas condiciones perturbadoras que desarreglan la vida moderna, se está perdiendo en el obrero y en el empresario -y hasta en los consumidores- el gusto de la obra bien hecha. La máquina ha deshumanizado el trabajo. Ciertos procesos mal comprendidos, mal realizados, amenazan con deshumanizar al hombre.
El hombre necesita para poner su alma en alguna cosa, sentir que esa cosa le pertenece o que hay en ella, en una considerable proporción, algo suyo. Las conclusiones aparecen por sí mismas, sin ningún esfuerzo de lógica.
LA ARTICULACIÓN DEL ESTADO
I
La teoría clásica señala tres poderes en el Estado: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. En las nuevas realidades que estoy estudiando pueden enunciarse hasta seis poderes que yo mencionaría así: 1- las grandes asambleas; 2- la jefatura del Estado; 3- el Consejo General de Administración; 4- el poder judicial; 5- el órgano de dirección del desarrollo educativo; 6- el Instituto Libre de Información. El Estado se asentaría sobre la combinación de esas bases múltiples, componiendo su nuevo carácter con afirmación de la democracia, ejercicio de la participación, equilibrio de sus órganos y potencialidades, autonomía social y eficacia.
Habría coordinación de poderes, no división ni separación. Cada uno tendría su esfera propia, sus responsabilidades, sus competencias, y se relacionarían entre ellos para complementarse, no para enfrentarse o contrapesarse. Check and balances, frenos y contrapesos, dicen las teorías antiguas. Una combinación que se pensó prodigiosa y que se asienta en un conjunto de ficciones. Ahora se trata de organizaciones surgidas de la vida natural de la sociedad y no habrá conflictos entre los poderes, sino la mayor armonía y colaboración entre ellos.
II
Las grandes asambleas. Pienso en la posibilidad de elegir una Asamblea con el voto de los representantes de entidades profesionales, económicas y culturales, que habrán sido elegidos a su vez -como veíamos anteriormente- por el voto especializado -el "voto funcional"- de los miembros componentes de esas asociaciones. Será la experiencia de una elección de segundo grado, a través de cuyo proceso irá depurándose la selección de los mejores, con el más comprobado juicio sobre sus cualidades y comportamientos.
Esta Asamblea, con representación directa de instituciones, no formada con votos individuales, podría coexistir con otra Asamblea elegida por el sufragio político tradicional. De esto se desprende que la democracia podría disponer de dos tipos distintos de Asamblea y de dos clases de sufragio. Por el sufragio político común se elegiría el Congreso de los Diputados, siempre tratando de evitar la posibilidad del fraccionalismo negativo, y por el voto funcional se formaría la Cámara de las Profesiones.
III
Pero la ciencia política está sugiriendo por medio de publicaciones importantes, la elección de otro tipo de Asamblea, o quizás la misma Cámara de las Profesiones, que se transformaría en un gran Consejo de Estado cuyos componentes -elegidos de manera democrática- servirían como grandes electores para otros cargos de la nación. Este conjunto de mandatarios de altos méritos tendría dos especializadas funciones: 1- la de designar los titulares de otros órganos estatales. Incluyendo hasta la elección del Presidente de la República. 2- la de responder a consultas de alcance nacional, y emitir dictámenes en asuntos de Estado que requieran una reflexión especial.
IV
El jefe del Estado. En otro lugar apunté esta observación, y vuelvo a reflexionar sobre ella: "El gobernante de derecho divino todavía no ha encontrado un sustituto tan sólido en las condiciones modernas". La autoridad soberana, respetada en su tiempo, aceptada muchas veces sin entusiasmo, pero con una especie de reverencia natural, ha sido reemplazada por una institución mal definida y por un político de partido, a veces ilustre, pero salido de una barricada electoral, vapuleado durante semanas o meses, a lo largo de una degradante campaña de descalificaciones cruzadas. Las leyes dirán que ese hombre personifica a la nación, pero nadie lo verá así, ni siquiera sus partidarios, que prefieren tenerlo como adalid de sus ideas y de sus intereses particulares. En todas las oficinas públicas estará su retrato, pretendiendo que los ciudadanos respeten la identificación de esa imagen con la del pueblo, su raíz y su historia. Pero los triunfos de las urnas no producen tan extraños milagros.
Propongo un nuevo Poder presidencial, no individual sino colegiado. No sólo un Presidente, sino un equipo de gobierno, con tres dirigentes -un triunvirato modernizado- (procurando que posean conocimientos y habilidades que se complementen), turnándose en el manejo del timón mayor. Un Gobierno para seis años, cuyos miembros se turnarían en el pilotaje principal cada año; de modo que a cada uno le correspondería ocupar el centro dos veces. La elección podría estar a cargo de alguna de las Asambleas indicadas anteriormente.
La jefatura del Estado tendría la responsabilidad de los que algunos autores llaman "actos de gobierno" (orden público, guerra, policía y algunas funciones de justicia y de relaciones internacionales), quedando fuera de su órbita los servicios y los entes territoriales dentro del sistema de autonomía social que sería establecido.
V
El Consejo General de Administración. Los grupos, las entidades sociales, los diversos servicios se agruparían por afinidades en lo que respecta a los fines a cumplir. Otra aportación del nuevo sistema, que acentuaría en todos la preocupación y la responsabilidad por la observancia de precisos objetivos y metas. Esas agrupaciones -tan sólo a efectos de ejemplificación esclarecedora, salvando diferencias de estructura y otras distancias- pudieran compararse con los actuales Departamentos administrativos del Gobierno. Digamos: educación, salud, economía, comunicaciones, energía, industria, agricultura, investigación científica, transportes, comercio y demás. Solamente que en vez de producirse una absorción o intervención por el antiguo Poder soberano en esas funciones típicas (según el esquema tradicional) serían los cuerpos sociales mismos los que se convertirían en órganos del Estado, asumiendo directamente esferas de poder. Sería, desde luego, "otro" Estado.
Ese conjunto de grandes servicios tendría como elemento de coordinación o de dirección un superior organismo elegido desde dentro del sistema funcional, en las condiciones de libertad y autonomía que ya sabemos. Pudiera llamarse Consejo General de Administración; que comprendería también los municipios y otras circunscripciones territoriales. Tendríamos entonces como campos separados el Poder de la Administración y el Poder presidencial. La institución de la autonomía social habría logrado que el Poder no presentara los peligros de tenerlo todo en una sola mano como sucede hoy, que dispone al mismo tiempo de la coacción material de la potencia pública y de los grandes recursos de la economía y de la fuerza social y cultural.
VI
El poder judicial. Las incidencias del modelo democrático tal como éste se practica, presentan un clamor constante pidiendo lo que suele llamarse "la independencia del Poder judicial". De hecho, ese Poder judicial no ha sido generalmente un verdadero Poder, y desde luego no ha sido casi nunca independiente. Los gobiernos lo han manejado con extraordinaria facilidad en muchos países y, por ejemplo, ha habido en la mayoría de los organigramas gubernamentales de nuestra época un Ministerio de Justicia. Hoy debería parecernos extraño ese Ministerio; pero subsiste. ¿Por qué no tiene el Poder judicial la capacidad autónoma plena para designar las magistraturas y organizar y regular su propio desarrollo?
Hay una cuestión de procedimiento, de comportamiento, pero también un asunto de fondo: la filosofía y la misión de la justicia. No se le otorga una verdadera misión social, de orientación, de corrección y vigilancia de las conductas. Hace falta actualizar el Derecho, formar un Derecho democrático. Y el hacerlo no depende solamente de las leyes. Se ha dicho que la ley paraliza la evolución de la vida social, en estos tiempos de tanto dinamismo y fluctuación de ideas y esperanzas. En la esfera jurídica, el remedio al estancamiento de la ley estará en la jurisprudencia. Puede decirse que la jurisprudencia rejuvenece la ley, actualiza los principios y pone al día los viejos códigos.
Propongo la creación de una Junta Suprema de Justicia -independiente del Ejecutivo y del Parlamento- que estaría integrada por delegaciones de las Facultades universitarias de Derecho, de los Colegios de Abogados y de otras esferas sociales que por su experiencia, su dedicación y su información se relacionen de algún modo con el área jurídica. Por ejemplo: Academias de Historia, centros de estudios sociológicos y otras organizaciones de prestigio nacional. Debería exigirse una rigurosa formación en escuelas especializadas para ingresar en la Magistratura, a través de exigentes concursos.
Hace falta desarrollar en cada país una cultura jurídica general que guíe a los ciudadanos en su comportamiento y pueda influir también en las decisiones de jueces y tribunales. Otra observación de sentido humano. En la justicia llamada penal, la idea de "sanción" está cediendo el paso a la doble preocupación de "reeducación" y de "preservación" social. Se plantea la tesis de sustituir la pena privativa de libertad, conduciendo a los delincuentes, no a las cárceles, sino a centros de reeducación o a clínicas psiquiátricas.
VII
El órgano de dirección del desarrollo educativo. Hay una parte de la educación general que suele llamarse "educación cívica". El tema es tan importante que algunos autores hablan de "Estado educativo". La expresión es temible; porque se piensa en seguida en el Estado totalitario con sus excesos y atrocidades. El asunto que en este libro se plantea es el de la educación en libertad con el fin de ofrecer al hombre común las mayores posibilidades en el ejercicio de su derecho a "participar". Educación cívica desde una pre-democracia -como son en general los regímenes existentes- para llegar a constituir una verdadera sociedad democrática. Los problemas son diversos, empezando por uno muy particular e importante: la formación del personal político.
Algunos autores sugieren un proceso múltiple y diversificado, a través de escuelas de cuadros, seminarios y reuniones de estudio, bolsas de viaje al extranjero y otros medios análogos que inciten a los jóvenes con vocación de activistas políticos a adquirir formación bastante para la práctica de esas actividades tan elevadas y complejas. No se trata de establecer "exámenes" o "calificaciones" para ser ministro o senador. Pero descansar solamente en el azar de las elecciones usuales -un azar no siempre bien inspirado- resulta inconcebible. Instrumentar alguna forma susceptible de proveer racionalmente la capacitación del personal político es una absoluta necesidad.
También es necesaria la formación de la ciudadanía. No para imbuir determinadas consignas partidistas cuando se concibe el Estado y la política como un juego complejo de ideas y de influencias rivales. Pero sí para orientar la "participación" del pueblo y ofrecer a los ciudadanos conocimientos y bases para establecer sus propios criterios. Todo ello bajo la dirección de un órgano autónomo para el desarrollo educativo.
VIII
Instituto Libre de Información. No hay ni puede haber democracia verdadera sino allí donde el pueblo está informado; quiero decir, bien informado. La libertad de prensa fue siempre, en la democracia del siglo XIX, uno de los principios fundamentales. En esta época más complicada, los datos del problema han cambiado profundamente. La libertad de expresión de opiniones no sólo debe estar garantizada "negativamente" contra obstáculos legales y constitucionales, sino también contra obstáculos económicos, tecnológicos y sociales, y en cambio favorecida por una política pública de la información. La democracia tiene necesidad de instituciones que impidan la creación de monopolios particulares, la hegemonía de intereses y de influencias particulares sobre los medios de difusión y de información. Como concluye el profesor Rovan: "No hay terreno alguno, fuera del sector de la planificación económica, en el que la intervención del interés público deba ser organizada con más urgencia que en el campo de la información."
Basándome en esas consideraciones, yo propondría la constitución de un organismo que pudiera ser llamado "Instituto Libre de Información", no inspirado ni controlado desde el gobierno o por los partidos políticos, sino -dentro del espíritu solidario y pluralista de la doctrina que vengo exponiendo- integrado por directores de periódicos, periodistas profesionales, técnicos de radio y TV, delegados de Universidades y centros de estudio de comunicación. La labor sería amplia y beneficiosa.
2
PROMESA DE LA NUEVA
DEMOCRACIA
SOLIDARISMO
I
Quizás estamos recorriendo -como dije al principio- la última etapa de un mundo dividido en fracciones hostiles. Creo que se abre una nueva época que puede desarrollarse bajo el signo de una doctrina que llamaremos: solidarismo. Esa palabra preside desde hace bastantes años mis estudios sobre el Estado y la justicia social; y no es absolutamente nueva. Se encuentra -no sé si empleada por primera vez- en el famoso "Prólogo para franceses" de Ortega y Gasset en su libro La rebelión de las masas. En las circunstancias patéticas que analiza el autor, el tema de la "justicia social", con ser tan respetable, "empalidece y se degrada -escribe Ortega- hasta parecer retórico e insincero respiro romántico. Pero al mismo tiempo, orienta sobre los caminos acertados para conseguir lo que de esa `justicia social' es posible y es justo conseguir, caminos que no parecen pasar por una miserable socialización, sino dirigirse en vía recta hacia un magnánimo solidarismo".
Luego, el ilustre filósofo observa: "Este último vocablo es, por lo demás, inoperante porque hasta la fecha no se ha condensado en él un sistema enérgico de ideas históricas y sociales; antes bien, rezuma sólo vagas filantropías...”
Precisamente publiqué en 1954 mi libró titulado Solidarismo y mis estudios pretenden llegar a la formulación de ese "sistema enérgico de ideas históricas y sociales" a través de cambios jurídicos y políticos, pacíficos y graduales, como algo que se realiza por la misma evolución de la historia y por esa energía vivificante que hierve en "la potencia de los hechos".
II
Pensadores europeos y norteamericanos como Maitland, Figgis, Penty, Hobson y sus discípulos (entre ellos Laski, Cole y Tawney) construyeron en los primeros decenios de este siglo la tesis que llamaron pluralista, por oposición al "monismo" del Estado y a su monopolio de la normatividad social. Hay un pluralismo divisionista, que es el que defienden los viejos partidos, basado en la multiplicidad de ideologías; y un pluralismo de solidaridad que es el planteado por los mencionados autores. La tesis aparece como guía de un movimiento de liberación humana con acentuadas impregnaciones de la corriente guildista tan extendida en Inglaterra en aquel tiempo (National Guilds and the State se titula la obra fundamental de Hobson). La sociedad, según dichos escritores, como ya anotamos, se había convertido en una mera aglomeración de individuos. Se estaba perdiendo la naturaleza grupal característica de cualquier comunidad política. Los hombres no actuaban sintiéndose miembros de una comunidad propiamente dicha. Seguían unidos, pero a través de mecanismos artificiales. Alexis de Tocqueville había resaltado casi un siglo antes el papel de los cuerpos intermedios autónomos. Había que potenciar esos cuerpos intermedios con el doble fin de restablecer el espíritu de comunidad y proteger a sus miembros contra los abusos de los colosos del poder: el Estado por una parte, y por otra las grandes oligarquías políticas y financieras. Había que crear un grupo compacto y finalista de hombres. Había que reforzar los derechos de las asociaciones naturales. El resultado debía ser: la armonía de las diversidades y la solidaridad de las libertades.
III
El principio de la autonomía social es el núcleo de la doctrina "pluralista" en la que encuentra un apoyo fundamental la teoría del solidarismo. El Estado solidario está basado en la coordinación y la autonomía de asociaciones diversas en las que los ciudadanos aparecen distribuidos -y participando- sea en unidades territoriales, como el municipio, el departamento o la región, sea en entidades funcionales, unidades de servicio, grupos naturales de la sociedad. Se trata de organismos, no creados "desde arriba" sino con fuerza propia. Productores de una diversidad de suministros; empresas industriales o de comercio; universidades y otros centros de educación, arte y ciencia; colegios profesionales; cooperativas agrícolas y de otros círculos de intereses; institutos de salud; sociedades de deportes, etc.
Tales unidades no serán cuerpos excluidos -como sucede hoy- de la nación política, sino precisamente células de base que actuarán dentro del Estado, formando ese Estado. Según la fórmula prestigiosa de Leon Duguit: el Estado será una "federación de servicios". Esta doctrina corresponde a una situación social en la que desaparece o empieza a desaparecer la barrera entre "lo público" y "lo privado". El taller, la mina, la central eléctrica, la escuela, el hospital, serán parte de un nuevo tipo de Estado. Como consecuencia de una doble evolución: desde la sociedad y desde el Poder. Comprendamos esto. En un sentido, las organizaciones de cualquier actividad privada se transforman en entidades de responsabilidad social y, por otra parte, el Estado se abre hacia lo social, cambiando de piel y de orientación; y deja de ser -como lo analiza Duguit- "una potencia que manda, una soberanía". Desaparece el concepto de soberanía como fundamento del derecho público.
IV
La idea de responsabilidad social significa que toda empresa debe procurar que cualquier proyecto que la dirección lance para ser realizado esté de acuerdo con unas necesidades generales. Hay recíprocas influencias entre la empresa y el ambiente económico-social que la rodea. Difícilmente logrará hacer negocio una empresa si su proyecto no responde a unas necesidades sociales de producción o de servicio. Las empresas deben destacar sobre todo esa finalidad servicial de sus actividades. "Nuestro negocio es servir", proclaman algunos lemas industriales. Recházase en la doctrina de las "relaciones públicas" lo que hay de formal y de superficial en la naturaleza de su función, lo que algunos llaman el sentido "egocentrista" de sus fines, y se recuerda que no sólo se trata de crear "buena opinión" sino de procurar, sobre todo, que la empresa "esté convenientemente sintonizada e integrada en la vida económica y social del área en que circulan sus productos o se proyectan sus servicios". En todo sistema económico, la principal función de cualquier empresa es mejorar las condiciones de vida del conjunto social. La idea básica es que el negocio está al servicio del público y que sólo merece los ingresos que éste le proporciona cuando contribuye al bien común.
Dentro de las unidades de servicio puede haber en el comienzo un componente "privado": capital accionario, financiamiento, y personal empleado, procedente de los modelos empresariales anteriores. Será inevitable acomodarse a esa herencia, mientras se establecen adaptaciones necesarias y convenientes. Estaremos en ese proceso de evolución hacia soluciones nuevas, a través de pasos y caminos que deben llevar a un futuro distinto, que irá haciéndose. Esta es una época creadora, en la que tenemos que desterrar la rutina y el estancamiento. Una época que se tiene que definir en su mismo proceso, y no obedeciendo postulados voluntaristas. "Se hace camino al andar", escribió el poeta Antonio Machado. La sociedad se tiene que hacer ella misma, y es lo que debemos entender con espíritu de avanzada y sin miedo a los cambios. Seguiremos hablando del Estado, naturalmente; pero será otro Estado.
V
Son muchos los que viven en nuestro tiempo temerosos y desconcertados. Hay de todas maneras una interpretación exageradamente pesimista de los hechos, que pertenece en unos casos a cierta visión deprimida que toda una escuela de técnicos, políticos y filósofos ha convertido en doctrina de derrota, y que actúa en otras ocasiones en forma deliberada por medio de campañas psicológicas desmoralizadoras que ciertos intereses y
ciertas estrategias desarrollan como parte de sus finalidades de "ablandamiento" y, desde luego, con efectivo éxito.
Ambas corrientes se mezclan en la práctica, y no hay duda de que los primeros colaboran con bastante ingenuidad, cuando no con cándido entusiasmo, en la empresa insidiosa de los últimos. A diario divúlganse, por ejemplo, estadísticas impresionantes que se refieren al hambre, a la mortalidad infantil, al analfabetismo, a los conflictos sociales, a los muertos y heridos que resultan de esos conflictos, a las condiciones insatisfactorias del trabajo o de la vivienda, a los estragos de la delincuencia. Esas estadísticas suelen estar basadas en hechos ciertos y comprobados, pero fallan cuando aparecen -aunque no sea siempre la intención de los servicios o especialistas que las difunden- como expresión representativa de un estado social, como imagen de un momento de la historia humana. En realidad, este momento de la historia se compone también de progresos, de ventajas políticas, culturales, sociales y económicas logradas por extensos núcleos de población de todos los continentes, de índices de mejor salud, de mayor bienestar, de avances en el nivel medio de la cultura de nuestra época, que casi nadie se preocupa de recoger como un estímulo, estímulo indispensable si pensamos en los factores que están llamados a animar la construcción de un mundo más justo.
VI
Están invadidos nuestros países por especialistas en "crear conciencia". Es la invención más brillante de la sociología contemporánea. Se crea conciencia en los congresos, en las revistas, en los libros, en los informes de las comisiones internacionales. Los pueblos tienen conciencia de las injusticias, del hambre, de la ignorancia, de la desigualdad irritante entre países pobres y ricos. Todo eso hace falta para que los hombres y los pueblos reaccionen, para que las colectividades adquieran un sentido claro de su responsabilidad en la obra que urge llevar adelante. Pero estamos formando pueblos resentidos, llenos de odio, ciegos y sordos además, como consecuencia del parcialismo con que se viene realizando ese "despertar", porque la toma de conciencia de lo negativo y deprimente no va acompañada de una toma de conciencia análoga sobre las soluciones posibles y sobre la seguridad que todos debemos tener en los recursos y en la capacidad de los pueblos para encontrar esas soluciones. La búsqueda de una filosofía estimulante no debiera ser empresa difícil. Los valores esenciales no habría que inventarlos, sino más bien restaurarlos. Quizás hemos ido demasiado lejos negando principios que no somos capaces de sustituir, sencillamente porque son insustituibles.
LOS SERVICIOS SOCIALES
I
Busquemos nuevos caminos de solidaridad a través de un sistema de servicios de naturaleza distinta a los que han funcionado hasta ahora. Servicios del nuevo tipo de Estado que habrá que ir construyendo, y que ya no llamaremos servicios públicos con su antigua nota de soberanía, sino servicios sociales, con su espontaneidad, surgidos "desde abajo", con raíces en la necesidad de la justicia, y con sentido solidario.
No serán ni públicos ni privados. La circunstancias de que ciertos servicios -de interés social- sean asumidos por la iniciativa privada, condiciona su propia naturaleza, manteniendo en su esencia y desarrollo un elemento de interés particular que puede influir gravemente en el fin mismo del servicio. Al acentuarse en los tiempos modernos el carácter público de numerosas actividades que en otra época no tenían ese relieve, el problema se agranda y toma caracteres de urgencia. Se hace, pues, más apremiante "liberar" tales funciones del influjo que pueden ejercer sobre ellas los simples y desnudos intereses privados.
Por ejemplo: no hay duda de que la sociedad quiere hombres sanos, y necesita que lo sean. No es justo, por consiguiente, considerar el cuidado de la salud como "una función individual privatísima", recordando las palabras de un Profesor de la Universidad de Madrid. Ni es correcto que, en los servicios públicos de hospitales, de sanatorios, de asistencia médica, se vea exclusivamente como supremo impulso fundador el sentimiento de la caridad.
¿Será que yo desconozco o menosprecio la validez de ese laudable estímulo? Sólo pienso que es en el fin público -humano- de tales servicios donde deberíamos buscar su razón de ser, y en primer lugar su razón de ser administrativa y jurídica.
II
Aristóteles afirma que "la naturaleza de cada cosa es precisamente su fin". Ese fin es objetivo, inherente a la cosa misma, y no subjetivo, tal como el hombre se lo proponga arbitrariamente. De ahí que el Estado, que es una "comunidad natural", obra del impulso natural del hombre, no sólo se forme para "vivir juntos", sino para vivir juntos teniendo como principio "la esperanza de un bien". El Estado es mucho más que una simple comunidad de espacio, dice Aristóteles: "Se constituye para hacer la vida posible, y existe para la vida buena".
El alumbrado eléctrico, las comunicaciones postales, la enseñanza, el arreglo de calles, los transportes, el gas, el agua, son -entre otras muchas- necesidades primeras de la sociedad. Ningún derecho privado, por fuerte y tradicional que sea o lo pretenda, puede atribuirse el privilegio de hacer de la satisfacción de una necesidad social un asunto de lucro y de ganancia. La "vida buena" de la comunidad no puede someterse al mercado capitalista de la oferta y la demanda. La fórmula es la organización de un servicio comunitario, inspirado en la idea de la solidaridad.
III
El mundo de hoy nos presenta como una de sus más grandes y espectaculares injusticias la explotación del hombre en la esfera del trabajo. Se lucha por la emancipación de los trabajadores, y es justo y legítimo que así se haga. Pero hay también -y esto importa subrayarlo- la explotación mercantil de las necesidades sociales: la explotación del enfermo, del que necesita una casa para vivir, del que necesita una plaza en un tren o un libro para cultivarse. El progreso científico e industrial del mundo ha ido creando necesidades nuevas, y transformando lujos en necesidades. Pero ese progreso no ha influido en la misma proporción para hacer que se pase -en los medios y esfuerzos para satisfacer aquéllas- del puro estímulo comercial a la noción del servicio solidario.
El día en que se descubra que la lucha contra los abusos de la propiedad privada no es tan sólo el asunto de una "clase" desposeída, sino el objetivo de la comunidad entera, se habrán dado los pasos más decisivos para las transformaciones de raíz, y no simplemente de arboladura, que el mundo necesita realizar.
IV
Vivimos en un mundo de expropiaciones, decretadas precisamente por los más afanosos defensores de la propiedad. Un mundo en el que el socialismo tiránico podría instaurarse casi con traspasar a nombre de la nación las escrituras y los derechos financieros de un corto número de compañías o de sociedades anónimas.
Podemos concluir que la propiedad ya no es seguridad para los pequeños poseedores, ni función social para los grandes.
La gran propiedad desorbitada no guarda proporción alguna con las necesidades de una persona o de una familia, ni siquiera con sus gustos, sus caprichos o sus lujos. No hay lujos ni fantasías en el mundo que puedan valer tanto como el dinero que poseen individualmente algunos ricos.
Ese dinero ya no es tan sólo para formar empresas o levantar industrias. Sino para comprar poder. Y eso, no hay Constitución ni ley ni democracia que puedan legitimarlo.
El dinero de las grandes compañías no sólo sirve para explotar a los hombres y arrancar beneficios desmesurados a su trabajo, sino para mandar en el destino de los pueblos y gobernar en países y en regiones enteras de la tierra.
Debemos coincidir en que la protección a la propiedad que aparece en las solemnes actas de la Convención francesa no tuvo ese designio. Y si pensamos en los trabajadores, podemos afirmar que no se sienten ni satisfechos ni libres, y que en ocasiones su sustento es menos seguro que el del esclavo antiguo.
V
Esto dije -en 1954- en mi libro Solidarismo: "Paralelamente a las transformaciones políticas y jurídicas del Estado, se está produciendo en nuestra época una seria transformación en el número y en la calidad de los derechos públicos subjetivos. Los derechos `naturales' de 1789 van siendo discutidos; algunos de ellos, por el contrario, son juzgados insuficientes. La Déclaration des droits de l'homme et du citoyen está reformándose con los días. El derecho de propiedad ha cambiado de naturaleza y está amenazado de muy graves reajustes. Otros derechos del hombre y del ciudadano se hallan en crisis. Y aparecen en las leyes de nuestro tiempo -en la doctrina política y en las reivindicaciones de los hombres y grupos- nuevos derechos: asistencia, retiro, seguridad social, salario mínimo, derecho al descanso, derecho de los individuos y de los pueblos a ser protegidos contra la miseria y el temor.”
"Las sociedades modernas van perdiendo su antigua concepción individualista, y evolucionan, con ritmo más rápido y concluyente del que algunas veces se piensa, dentro ya de una orientación solidaria. El solidarismo se impone".
VI
La historia registra mejoras; es indudable. Pero en general no alcanzan los niveles que serían de desear. Podemos centrarnos en este hecho característico: la producción en serie influye en la calidad por razones mecánicas. Pero también por ciertas condiciones perturbadoras que desarreglan la vida moderna, se está perdiendo en el obrero y en el empresario -y hasta en los consumidores- el gusto de la obra bien hecha. La máquina ha deshumanizado el trabajo. Ciertos procesos mal comprendidos, mal realizados, amenazan con deshumanizar al hombre. "Hemos conocido -escribió Charles Péguy- esa piedad de la obra bien hecha, llevada, mantenida hasta en sus más extremas exigencias. Yo he visto durante toda mi infancia (era el humilde oficio de su madre) empajar sillas exactamente con el mismo espíritu y con el mismo corazón y con la misma mano, con que ese mismo pueblo había tallado sus catedrales".
Y añadía luego el poeta, el hombre admirable: "Esos obreros no servían; trabajaban, tenían un honor, absoluto, que es lo propio de un honor. Era preciso que el palo de la silla estuviera bien hecho. Era cosa sabida. Era un primado. No había que hacerlo bien para el patrono ni para los entendidos ni para los amigos del patrono. Había que hacer bien la cosa misma, en sí misma, por ella misma, en su ser mismo. Una tradición, nacida, surgida de lo más profundo de la raza, una historia, un absoluto, un honor, querían que ese palo de silla estuviera bien hecho. Cualquier parte de la silla que no se veía, estaba tan exacta y perfectamente hecha como la que se veía. Es el principio mismo de las catedrales."
VII
Todo eso se está perdiendo; y no sólo en el trabajo, en la producción industrial, sino en los más diversos aspectos de la vida, en la familia, en la cultura, en la escuela, en el deporte, en todos los terrenos de la competencia y de la emulación. ¿Diremos que se ha perdido ya, que se ha perdido para siempre? No; no se ha perdido porque el hombre -el hombre eterno, el hombre de todas las épocas- está ahí, esperando su hora. No culpemos a la mala gana o al cansancio de lo que es raza y fibra del hombre. Sino a las condiciones sociales que están reclamando una sacudida de renovación y de dignidad.
El gusto de la perfección que recuerda la pluma emocionada de Péguy era algo buscado y deseado como una prolongación de la persona, con el fervor que se pone en lo que tiene o ha de llevar lo propio de uno. El hombre necesita para poner su alma en alguna cosa, sentir que esa cosa le pertenece o que hay en ella, en una considerable proporción, algo suyo. Las conclusiones aparecen por sí mismas, sin ningún esfuerzo de lógica. Se hace preciso encontrar, por los medios y en la forma que la propia realidad nos va indicando, esa asociación íntima capaz de crear una nueva idea de posesión de las cosas y de los servicios en aquel que trabaja para producir, transformar y embellecer. Esa idea de pertenencia -en la industria, en el comercio, en la academia o en el deporte-, cierto nuevo concepto de "propiedad", ennoblecedor, justo, ¡y posible!, me atrevo a anunciar que está inscrito en el tipo de Estado que me he permitido definir -partiendo de una idea de Laski- como una "sociedad de hombres unidos por el deseo de enriquecer la vida común".
VIII
Esa idea de pertenencia puede nacer en un sistema social en el que el hombre considere el disfrute de lo que es común como algo de mucho más valor que la conocida propiedad privada, precisamente porque es algo que el antiguo régimen de la propiedad -envejecido y desajustado- ya no puede darle. Sería conveniente que el hombre se habituara a participar en la organización de los servicios solidarios con el mismo espíritu con que en la actualidad es partícipe de una empresa o accionista de una compañía.
Hay que llegar a construir un sistema susceptible de hacer pensar a los hombres que las cosas, los servicios, los bienes que en lo individual no son suyos, son, no obstante, algo propio, algo que empieza por no ser de otro, sino de un grupo humano al que él pertenece y en cuyo progreso y enriquecimiento material y moral él está interesado.
Entonces la máquina no deshumanizará al trabajo. El hombre se encontrará en condiciones de tomar la revancha, y podrá humanizar a la máquina.
LA DIGNIDAD DEL TRABAJO
I
"Basta de liberalismo impotente" era el título de un artículo de Pierre Leroux publicado el 18 de enero de 1831. Y parece que fue el inquieto e imaginativo pensador quien introdujo la palabra solidaridad en el lenguaje de los sociólogos modernos, llevando el concepto mucho más allá del confusionismo y de la íntima contradicción de ciertas expresiones de "democracia liberal" o de manoseado "liberalismo", no sólo impotente sino esencialmente falso, cargado de injusticias profundas. "Es una pura ilusión -escribió Pierre Leroux- creer que la riqueza existe independientemente de la sociedad... Hasta la más mínima producción se debe al concurso de todos"... La misma idea, expresada de otra manera, se encuentra en un texto de Chesterton (Ortodoxia, traducción de Alfonso Reyes), donde dice que "lo esencial de los hombres es lo que poseen en común, y no lo que cada uno separadamente posee..."
II
La democracia debería representar la noción de los bienes comunes, la humanidad y no el hombre suelto. La solidaridad de las libertades. El "demos" existe comunitariamente. La democracia no cabe separarla de los valores morales porque se funda en la solidaridad, y puede enriquecer la vida moral mostrando al hombre la necesidad de la disciplina interior, única sentida y única educadora. Los ciudadanos deberían acostumbrarse también a practicar una especie de disciplina noble, estimulante y creadora que puede compararse a la que cumplen sin merma de su independencia esencial los partícipes de una orquesta. No hay esclavitud de ningún orden cuando cien músicos interpretan una pieza de Mozart o de Ravel. El pentagrama vendría a ser entonces una línea de deberes compartidos, coordinación de acciones y compromisos, papeles orquestales bien distribuidos, con sonidos diferentes, con espacios y ritmos, teniendo en cuenta la particularidad de los diversos instrumentos sociales, hombres e instituciones, y con un objetivo: la consecución de metas determinadas. Todo ello formando una sinfonía de generosidad y de eficacia.
III
Defiendo la figura del hombre solidario. El hombre solidario es lo opuesto al hombre desentendido de los problemas e intereses de la comunidad en que está inserto o quizás inadvertido de su poder -que lo tiene- para impulsar y fortalecer los valores del conjunto. Pienso en una sociedad distinta, en una nueva civilización donde se realice el principio solidario y se cumpla la idea que he desarrollado en mis estudios citando a St. Exupéry: "Pues una civilización descansa sobre lo que se exige de los hombres, no sobre lo que les es dado... Yo bendigo ese intercambio entre el dar y el recibir que nos permite proseguir la marcha y dar más allá todavía... Sólo son hermanos los hombres que colaboran..."
IV
Estoy hablando, no de ideas imaginadas, sino de un proyecto real que no tiene autor reconocido porque, si vale la expresión, es un proyecto que llevan en su impulso los hechos mismos. Los cambios nacen de la potencia de los hechos; expresión que yo utilizo mucho en mis escritos. Luego añado: no es imaginación lo que hace falta sino coraje. Abrir puertas y no poner obstáculos a lo que surge cada día. No hay que ser un revolucionario como Proudhon o Bakunin para plantearse estas ideas. Recordemos que de estas finalidades sociales hablaron en los años de la segunda guerra mundial estadistas tan conservadores como Rooselvelt y Churchill. Recordemos el célebre programa de "las cuatro libertades" y después la Carta del Atlántico... "América -declaraba Roosevelt- aspira a un mundo que tenga como fundamento -por ser esenciales para el hombre- las siguientes libertades: la de palabra y expresión; la de adorar cada uno a su Dios en la forma que escoja; la de vivir a cubierto de la miseria bajo la protección de los acuerdos internacionales necesarios para garantizar al hombre en todas las naciones una vida tranquila y sana; y, por último, la libertad de vivir sin el temor constante de la guerra..." Y decía la Carta del Atlántico en su párrafo 6º: "Una paz que pueda garantizar a todos los hombres de todos los países la posibilidad de vivir libres de temor y cubiertas sus necesidades."
V
Los tiempos reclaman unidad. "Lo que en música se llama armonía -dijo Cicerón- es concordia en el Estado, el lazo más fuerte y rotundo en toda República". Aclarando: "Pero que no puede conservarse sin la justicia". Importante advertencia: no hay concordia sin justicia y no hay Estado sin concordia. El momento es de hacer, de hacer juntos, de unir, de concentrar energías, de organizar. Con democracia, desde luego; pero también con eficacia. La solución de los problemas no es sólo cuestión de técnica o de política, sino de espíritu. No sólo olvidamos a veces nuestra condición de ciudadanos, sino nuestra responsabilidad de hombres. Aristóteles decía que la concordia es el basamento de la sociedad. Y uno de sus discípulos, Dicearco, escribió un tratado “Sobre la concordia”.
Ortega y Gasset meditaba hace 50 años, refiriéndose a la falta de fe que se observa en nuestro tiempo: "El hueco de la fe tiene que ser llenado con el gas del apasionamiento, que proporciona a las almas una ilusión aerostática". Y agregó que entonces "cada cual proclama lo que le dicta su interés o su capricho o su manía intelectual"... y "para huir del vacío íntimo y para sentirse apoyado, corre a alistarse bajo cualquier bandera que pasa por la calle". Por último, dijo el filósofo español: "En estas épocas, se pregunta a todo el mundo si es de los unos o de los otros; lo contrario de lo que pasa en las épocas creyentes".
Se me ocurre una propuesta. En algunos Estados griegos existía una magistratura -Eforos tes homonoias- cuyo nombre y función pudiera traducirse como "inspector de la concordia". Ahora que se crean en todas partes magistraturas nuevas con el nombre de Defensor del Pueblo o de Tribunal Constitucional, ¿por qué no se instituye el inspector de la concordia? Pudiera ser una ayuda si se le diera el encargo de promover y favorecer eso que se llama "el consenso". Inspector del consenso; no estaría mal.
VI
Dentro de este mundo solidario de instituciones creadoras, de unidades productivas, de servicios encargados de organizar la vida de la nación, actuaría una nueva forma de democracia y un auténtico sistema electivo. Estoy planteando el "voto funcional", distinto del voto político. En la práctica, el hombre común dispone de otros diversos votos en otras tantas agrupaciones a través de las cuales se encuentra vinculado a la compleja maquinaria de la comunidad. Vota en el sindicato, en el colegio profesional, en las universidades, en las asociaciones de periodistas o de empleados de comercio, en multitud de unidades de base que funcionan en la realidad social. De modo que el voto funcional no habría que inventarlo. La idea de construir ese nuevo sistema no debería encontrar grandes dificultades en su ejecución. El elector sería realmente, no el ciudadano como supuesto personaje "soberano", sino el administrado. El sufragio se transformaría entonces en una fuerza positiva, en un instrumento dinámico, en un poder mucho más real que el sufragio "político". Sería una verdadera participación directa en las tareas de un Estado solidario.
VII
Se crearía un cuerpo electoral inmediatísimo, distinto, especializado, que actuaría en el marco propio de cada uno de los respectivos cuerpos intermedios o servicios, garantizando al mismo tiempo la competencia técnica de los funcionarios y la autonomía de las respectivas entidades. Ello significaría reforzar en el administrado el sentido de su "participación", significando como dos caras de la misma medalla: derecho y responsabilidad.
El elector tendría entonces un carácter muy diferente del que tiene hoy el ciudadano, titular abstracto de una "soberanía" imprecisa, sujeto que parece condensar en su derecho todas las energías de la ley, del pueblo y del Poder y que es en la práctica la entidad más inerme y desposeída que existe. El elector se encontraría más cerca de la ejecución de los asuntos. En vez de barajar abstracciones, el proceso electoral dentro de los cuerpos intermedios llevaría a la polémica y al interés de los diferentes grupos de la comunidad los términos concretos del hacer colectivo. El solidarismo quiere que el elector ejerza su voto en la institución a la que está adscrito. De ese modo tendrá un interés en la sinceridad y en la seriedad de la votación que raramente tiene hoy el elector político. Nadie "vendería" o menospreciaría un voto del que iba a depender directamente la satisfacción de sus necesidades reales y cotidianas.
El solidarismo quiere que vote, no sólo ese personaje abstracto de la política que suele ser el ciudadano común, sino el que necesita ir habitualmente a la oficina de correos, el que tiene un abono de gas, de agua o de luz, el que manda a sus hijos a un centro de enseñanza, el que usa el teléfono, la carretera o el mercado municipal. De tal forma que el administrado-elector intervendría directamente en la gestión de lo que le concierne y no tan sólo en una vaga función electoral que para muchos es cosa sin relación alguna con su propia suerte ni con la suerte del país.
VIII
La palabra solidaridad tuvo desde sus orígenes un significado nebuloso, mal definido. Venía a ser la expresión de una especie de "filosofía moral" practicada como un deber, no exigido sino voluntario, no respondiendo a una situación organizada y reglada sino como un gesto suelto y espontáneo. La idea de solidaridad solía manifestarse como un generoso impulso de ayuda y servicio frente a una calamidad colectiva o ante la desgracia de un amigo. "Adhesión circunstancial a la causa o la empresa de otro", dicen los diccionarios. A menudo no pasaba de ser un gas emotivo, algo menos sólido de lo que sugiere la etimología del vocablo.
Pero en nuestros días existen nuevas corrientes donde la idea que estoy tratando adquiere un sentido más pleno y permanente, donde la solidaridad se organiza sobre bases duraderas, transformándose en un modo de acción práctica vinculada a un verdadero sistema de obligaciones prescritas y exigibles. Un concepto de solidaridad que fluye de la vida, que resulta del entrelazamiento real de los compromisos humanos. La solidaridad en los hechos, no sólo una hipótesis, un deseo, una emoción o una esperanza.
IX
Leon Bourgeois avanzaba ya estas particularidades constructivas hacia el año 1900 en su interesante trabajo Essai d'une philosophie de la solidarité. La literatura política y religiosa nos ofrece textos valiosos sobre el tema desde los tiempos más antiguos. Pienso en San Pablo o en Marco Aurelio. Pero hay que llegar hasta mediados del siglo XIX para que se intente hacer de la solidaridad un principio social, una ley natural, y no solamente una ley moral. Valor entendido como una forma sustancial de ser, en lo individual y en lo colectivo. De modo que la solidaridad, triunfante su nuevo sentido -y por su ejercicio generalizado convertido en alma y culto de las sociedades y de los hombres- resurge iluminando el mundo como una clave de civilización.
Esta nueva característica de la solidaridad se relaciona directamente con un concepto cívico y una dinámica de las modernas tendencias y formas del Estado democrático, cuyo nombre es exactamente: participación. El hombre solidario, en ese esquema, hace posible con su presencia y su exigencia el movimiento positivo de los grupos y entidades sociales, y en particular el funcionamiento propio y natural de las instituciones del Estado. Estas son concebidas -sobre todo en el nuevo Estado que postulamos- en su dimensión de "servicio" y no como rígidas "soberanías" desligadas de los auténticos y legítimos intereses del hombre común y de ese "demos" del que muchas veces se habla con más pedantería que sinceridad en los discursos y en los libros. La "participación" es, pues, en su mejor sentido, un modo práctico, elevado, de traducir en hechos el ejercicio de la solidaridad. Y por ese camino llegamos al terreno moderno y fecundo de la ciencia de la administración.
X
El orden administrativo es un resultado, una directa creación de la era industrial. La empresa es un fenómeno nuevo en el que adquiere forma racional y moderna el trabajo colectivo, el trabajo en equipo. Se ha llegado, pues, a la visión de una sociedad unida, de una comunidad solidaria, en vez de un cuerpo desarticulado y roto, aunque subsistan fracciones que siguen enfrentándose dominadas por intereses hostiles. La verdadera superioridad del mundo occidental reside justamente en su genio administrativo. Este supone cualidades infinitamente complejas. Hay que poseer el sentido del fin concreto, limitado, proporcionado a los medios de que disponemos; el sentido de la precisión, que equivale al sentido del tiempo; el cuidado o mantenimiento del material y de su renovación; el sentido colectivo del trabajo organizado; la objetividad, que consiste en saber liberarse de las consideraciones personales.
Administración es el arte de combinar el poder, la libertad y la eficacia. El fenómeno administrativo corresponde a una evolución integral de la realidad social. Tiende a estructurarse una doctrina de "la responsabilidad social de la empresa". El derecho privado -como ya se ha dicho, citando a Duguit- cesa de estar fundado en el derecho subjetivo del hombre, en la autonomía de la persona, y descansa ahora en la idea de una función social que se impone a cada individuo. Se entiende que el progreso científico y tecnológico debe convertirse plenamente en un bien para la comunidad considerada como un todo integral. De donde surge esta otra consecuencia fabulosa: la oportunidad histórica de formar un tipo de Estado basado en la idea de solidaridad.
XI
Los servicios condensarían el conjunto de actividades productivas, la cultura y la riqueza del país. La economía no sería estatalizada, como en los fracasados esquemas socializadores, sino diversificada en las áreas autónomas de los diferentes servicios. Iría rompiéndose gradualmente la barrera entre lo público y lo privado, dando nacimiento a la riqueza social.
La participación de los hombres en el trabajo y en los beneficios iría igualizándose. Se produciría una verdadera humanización de la economía. El trabajo sería una obligación, pero al mismo tiempo un derecho de todos. No tendría sentido el desempleo, que hoy se ha convertido en una plaga de este siglo. El sistema de servicios solidarios tendría capacidad para absorber la fuerza de trabajo total.
XII
Cada ciudadano estaría inserto en alguno de los servicios sociales autónomos. El documento de identidad del ciudadano certificaría en concreto que ejerce una actividad. Sostenía Ortega Y Gasset en una conferencia: "El hombre europeo ha descubierto que el trabajo es la salvación del hombre y lo que presta firmeza a su personalidad, siempre fácil a descomponerse. El trabajo es la salvación... Habría que exigir que el hombre justifique su calidad de ciudadano probando que se ocupa suficientemente en algo". El solidarismo produciría los medios y técnicas para hacer realidad esa maravillosa promesa. El trabajo adquiriría una verdadera dignidad, se convertiría en un honor, en vez de ser un sufrimiento, un objeto casi imposible para muchos y además un potro de sacrificios. La economía no serviría para dar poder a unos hombres contra otros, sino para ofrecer riqueza y felicidad a los conjuntos humanos, haciendo de la sociedad un mundo habitable, justo y prometedor.
XIII
No será fácil llegar a esa cumbre. Pero el solidarismo no es una utopía. Tampoco se impondrá con formas de violencia. Habrá que esforzarse demostrando generosidad y sentido común. Habrá que avanzar realizando pasos razonables. Sin esperarlo todo de un golpe. Con el convencimiento de que se trata de una finalidad posible. Habrá que luchar contra las ambiciones, contra las desesperaciones y contra las desconfianzas. Habrá que combatir a los perversos, y habrá que defenderse de los que desconocen qué enormes cambios y victorias es capaz de lograr el ánimo de los hombres, cuando se les propone la realización de una gran idea. Escribió St. Exupéry: "Hazles construir juntos una torre y los convertirás en hermanos".
UN SOLO MUNDO
I
La nueva sociedad de la que hablo no tiene fronteras: es la sociedad mundial.
Pensando en esos territorios donde parecería que se ha detenido desde hace siglos su evolución cultural, social y económica, dijo André Siegfried en una conferencia: "Cuando se viaja, se viaja en el tiempo más aún que en el espacio." Después reforzó su idea añadiendo que, a veces, en nuestros viajes, "entramos en contacto con seres humanos que no son, en realidad, nuestros contemporáneos".
La tesis es discutible. Observemos que no es necesario recorrer muchos kilómetros para encontrarnos con seres humanos a quienes -por su condición, por su modo de vida- podríamos incluir seguramente en la categoría señalada por el filósofo francés. Viven dentro de nuestras ciudades, o en sus alrededores, mezclados con nosotros. Y no son hombres de otra época: están aquí y ahora. No son seres extraños, personajes de ficción o fantasmas de otro mundo. No tienen luz eléctrica a veces. Utilizan en su taller un modelo de torno igual al de los artesanos de hace siglos. Sus instrumentos de trabajo no han cambiado en el curso de innumerables generaciones. Y, sin embargo, son más que nuestros contemporáneos, son nuestros vecinos.
II
Es éste un siglo en el que las novedades no sabríamos decir si asombran más por el prodigio que contienen o por la velocidad con que se producen. La "era de la velocidad" llaman algunos a nuestro tiempo, pensando en los medios que la tecnología ha inventado para que el hombre pueda desplazarse de un lugar a otro con fantástica rapidez. Pero la denominación tiene, incluso, otro sentido -más característico todavía- si pensamos en el ritmo de vértigo con el que la invención moderna va avanzando por sucesivas etapas de progreso. Y en tal forma, que el hombre común apenas ha comenzado a familiarizarse con la idea de una invención que cambia tales o cuales concepciones de la física, cuando se descubre otra que inmediatamente transporta nuestra imaginación a un mundo de posibilidades nuevas que empequeñecen las que hace tan sólo unos años habían deslumbrado a la humanidad.
Esta idea, no de la velocidad de los grandes aviones, sino de la rapidez en la sucesión de los cambios, es, a mi juicio, la que más justifica que llamemos a nuestro siglo "el siglo de la velocidad". Porque ese es, sin duda, uno de los hechos que dan más carácter propio a nuestro tiempo. El otro es el "acercamiento".
III
El estadista norteamericano Wendell L. Willkie publicó en 1943 un libro del que mucho se habló entonces, titulado: One World. Era el recuento de un singular viaje alrededor del mundo, doblemente fabuloso por la monumental complejidad y la desconcertante diversidad de los panoramas políticos y sociales con los que se puso en contacto, y porque el audaz recorrido sobre océanos y continentes fue realizado en plena guerra, "con la presencia de la aviación enemiga sobre parte del trayecto". Treinta y una mil millas." Lo que, visto como una cifra -escribe Willkie- todavía me impresiona y casi me deja aturdido. Pues la impresión neta de mi viaje no era de distancia con respecto a otros pueblos, sino de proximidad a ellos. Si jamás hubiera tenido alguna duda de la pequeñez del mundo, este viaje la hubiera disipado por completo."
El libro merece recordarse porque en aquella hora, quizás la de más extrema violencia de toda la guerra y cuando aún la salida aparecía velada por las espesas sombras de la incertidumbre, el autor tuvo la valerosa serenidad de enfocar sus responsabilidades de líder hacia las condiciones de la paz; y porque, a diferencia de la generalidad de los relatos de viajes, en los que suele subrayarse el sugestivo contraste de las variedades y el carácter de "cosa ajena" de aquello que es distinto de lo nuestro, el señor Willkie tuvo la gran visión de plantearse y plantearnos la cercanía de los paisajes, de las gentes y de los problemas y, en definitiva, la realidad de un solo mundo. "Tenemos que ganar no sólo la guerra, sino también la paz, y tenemos que empezar a ganarla ahora." "Vistos desde el aire como los he visto yo, los continentes y los océanos no son otra cosa que partes de un todo." Los pueblos "están resueltos, como tenemos que estarlo nosotros, a que no haya imperialismos de ninguna clase, ni en su propia sociedad ni en la sociedad de las naciones. La magnífica casa en lo alto de la colina rodeada de chozas de barro ha perdido ya su encanto".
IV
He hablado de dos hechos característicos de nuestro siglo: la velocidad y el acercamiento. Hemos vencido las distancias. Pero no pensemos solamente que ya no hay distancia apenas entre Nueva York y París. Sino que tampoco hay apenas distancia entre París y el desierto de Siria. Acortar la distancia, en este caso, no sólo significa acortar la duración del recorrido, sino algo mucho más importante: eliminar barreras, poner fin al aislamiento geográfico. Lo más fecundo que han realizado las últimas generaciones no es romper la barrera del sonido, sino romper la barrera entre los países, entre los "niveles" de los países. Abrir a los pueblos más atrasados ventanas desde las que puedan "ver" el progreso, mientras llega la hora de que lo disfruten. Llevar esa enorme fuerza que es la información a los lugares más apartados del universo. Por medio de los periódicos y también de la televisión y la radio. Hacer que entre en la Casa Blanca o en el Palacio del Elíseo, como enviado plenipotenciario de una nación soberana, un embajador negro nacido en una de esas regiones de cuyos habitantes pudiera decirse que no son nuestros contemporáneos.
V
El mundo no ha cesado de cambiar a través de sus milenios de existencia. Pero puede afirmarse que es la primera vez que la civilización humana ha hecho de esta inmensa superficie redonda (o en forma de naranja) que llamamos la Tierra, un sólo mundo. Las civilizaciones han avanzado en otros siglos sobre territorios determinados con sus fronteras y sus murallas. Es la primera vez que una civilización rompe las murallas y las fronteras, y se derrama, desigualmente desde luego, pero sin hacer excepción en ningún punto del universo, sin dejar islas donde el hombre ignore el progreso de los otros y pueda decirse que su espacio pertenece a otro tiempo. Esta es la gloria del siglo en que vivimos. Pero es también su drama.
El progreso se ha hecho "conciencia" en millones de hombres antes de hacerse realidad. Y, desde luego, antes de que el progreso esté en condiciones de extender sus alas hacia todos los lugares donde lo esperan. Resulta que la impetuosa potencia creadora de nuestras generaciones ha puesto al desnudo, por uno de los escapes de su desarrollo, la dramática limitación de sus posibilidades. Nos sentimos gigantes cuando miramos hacia atrás, pero nos asusta nuestra pequeñez cuando miramos hacia los nuevos horizontes que nosotros mismos hemos señalado.
VI
Hemos descubierto mil maneras nuevas de alimentarnos, pero a la vez acabamos de descubrir que somos incapaces de colmar con nuestras felices invenciones la realidad del hambre. Hemos creído que podíamos abarcar el mundo con nuestros brazos, y de pronto nos encontramos con que el mundo es mucho más grande (es decir, sus problemas) de lo que antes habíamos imaginado. La solución que hemos encontrado a los problemas físicos nos ha permitido medir como nunca hasta ahora la verdadera magnitud de los problemas humanos. Hemos llevado nuestros "reactores" al corazón de Africa, portando el mensaje de nuestro poderío, y han regresado con un correo de necesidades que nos imponen ahora deberes en los que seguramente no habíamos reflexionado. Hemos pensado en el mensaje que llevaba cada invento, no en el que la realidad iba a devolvernos dentro de él.
Digamos que esto no había sucedido nunca. Y que ahora hemos adquirido la enorme responsabilidad de hacerle frente, no a los problemas que los inventos pueden solucionar, sino a los problemas nuevos que se nos han planteado como consecuencia de los inventos. Hemos hecho de todos los seres humanos que viven en nuestro planeta, no sólo nuestros "contemporáneos", sino nuestros vecinos. Hemos convertido las diversidades de la Tierra en un solo mundo. Hemos roto las barreras para acercar los pueblos ricos y los pobres, y para acercar los ricos y los pobres de un mismo país. hora sabemos una cosa: que estamos "condenados" a vivir juntos, y que los problemas que antes solo eran de una fracción de la humanidad se han convertido en los problemas de todos, en nuestros problemas. Este ha sido el gran
descubrimiento del siglo. Sólo falta ahora que inventemos la solución.
VII
Hay cambios o transformaciones que están produciéndose, más que en el marco reducido de cada país, en la extensión global del mundo contemporáneo. Podemos estar seguros de que en la gran plataforma de lo que es mundo y no nación, es donde van a despejarse en el futuro las grandes incógnitas de esta sociedad cambiante. Pero a condición de que no descuidemos la tarea que en esa evolución corresponde a cada país. Y ahora agreguemos que el proceso de integración mundial necesita un "clima" y que ese clima tiene un nombre. Se llama democracia. Pienso que la democracia es el único sistema capaz de unir sincera, sólida y duraderamente a los hombres y grupos de una nación, y a las naciones en la perspectiva de un mundo solidario.
VIII
Hace medio siglo decía el eminente internacionalista cubano don Antonio Sánchez de Bustamante: "La realidad evoluciona, como la historia y la ciencia, en favor de una cohesión internacional. Múltiples factores prácticos actúan cada día con mayor fuerza en ese sentido, y lo que importa destacar sobre todo es que dicho movimiento unificador, lentísimo en otros períodos de la historia, crece en el nuestro con marcada y sorprendente actividad. No deja de encontrar, sin embargo, obstáculos serios en su camino..." Y añadía el profesor de la Universidad de La Habana: "Construyamos grandes unidades democráticas nacionales para impulsar desde dentro el avance de los hechos, la evolución natural de la realidad, hacia todas las formas posibles de organización de un universo unido..."
IX
Escribí en mi libro Solidarismo (1954): "Nos acercamos a la unión de Estados que tradicionalmente han tenido espesas y desconfiadas fronteras entre ellos. Quizás veamos surgir en plazo corto, nuevos poderes supranacionales. El universo marcha en esa dirección. La idea de un Gobierno mundial ya no es una utopía. En tiempos fecundados de futuro como los nuestros, lo verdaderamente utópico es querer conservar el pasado.
"La limitación de la soberanía, que no era sino un deseo platónico en algunos escritores y filósofos de fines del siglo XIX, es una verdadera técnica de nuestra hora, aunque el concepto se resista a aparecer en las declaraciones y en los tratados. La solidaridad internacional tiene hoy relieves políticos desconocidos ayer aún, que no pertenecen al terreno de la lógica o de la teoría del conocimiento, sino a los hechos. De ello, todos nosotros somos testigos."
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